
Lunes. Cuando en un punto limpio se roban piezas de los ordenadores desechados para colocarlas en otros todavía en uso, se utiliza el verbo canibalizar. Las computadoras se canibalizan entre sí para sobrevivir. Impresiona el uso de ese verbo porque, llevado al terreno de los trasplantes de órganos, se podría afirmar que el trasplante es un modo civilizado de canibalización. La experiencia caníbal, de un modo u otro, siempre vuelve. Cabe suponer que cuando los robots posean vida propia, si es que no la tienen ya, serán ellos mismos los que acudan a los puntos limpios para recoger los discos duros o los hígados de sus congéneres muertos.
Martes. Ayer, después de escribir acerca de los ordenadores caníbales, me acordé de El silencio de los corderos, la novela de Thomas Harris sobre Clarice Starling, la joven agente del FBI, y el doctor Hannibal Lecter, Aníbal el Canibal, como se le suele denominar. La busqué, la encontré y comencé a releerla. La había leído en un viaje a Nueva York, hacia 1992 o 1993. Muchos años, pues. Pero recordaba perfectamente que el viaje se me hizo corto porque la novela tenía virtudes absorbentes. Recordaba también que cuando llegué a mi destino, en vez de salir enseguida a pasear por la ciudad, me recluí en el hotel hasta acabar con ella (aunque quizá sería más apropiado decir que fue ella la que acabó conmigo). No voy a decir que me produjera en esta segunda lectura los mismos efectos perturbadores que en la primera, no en aquel grado, pero el libro conserva todavía gran parte de su carga explosiva. Resulta imposible leerlo sin ansiedad, en parte, creo, porque en cada capítulo se nos describe con precisión un microcosmos. Los microcosmos poseen esa virtud arrebatadora. ¿Cómo despegar la vista de un terrario en el que el camaleón se come a la mosca? Cuentan que uno de los éxitos formales de la serie Mad Men fue mostrar los techos de las oficinas y de las casas, que hasta entonces venían utilizándose para colocar los focos de luz y las jirafas de sonido. La introducción del techo proporciona, en efecto, a los capítulos de la serie una atmósfera de microcosmos subyugante. Los personajes se devoran unos a otros (casi de forma literal) en el interior de una caja. Me resulta imposible, por cierto, nombrar la palabra caja sin que me venga a la memoria la de los gusanos de seda de mi infancia.
Miércoles. A veces tengo la impresión de que existe una réplica idéntica de esta ciudad, de este barrio, de esta casa en la que vivo. No es una réplica que se encuentre en otra parte, sino en otra dimensión. Aquí al lado, como el que dice. En ese decorado existe, como es lógico, una réplica de mí mismo. Pero hay una diferencia entre el Millás de aquí y el de la réplica: el de la réplica no sufre. Soy yo, sí, pero sin mis miedos. Mis miedos, digo, como si los tuviera en propiedad, cuando el miedo es un producto completamente socializado. Los miedos, más que tenerlos, nos tienen. Pues bien, en esa réplica construida en una realidad paralela, lo único que no han logrado reproducir es el pánico. A veces, durante el sueño (durante el ensueño más bien) me traslado mentalmente a esa dimensión y me observo, me observo yendo de un lado a otro de la casa, me observo abriendo la nevera, arreglando un enchufe, batiendo un huevo para hacer una tortilla… Me observo y daría cualquier cosa por canibalizarme, de modo que regresara libre de mis temores a la dimensión de acá.
Jueves. Comienzo a preparar una conferencia en la que me refiero al escritor como un intruso de la realidad. Escribe por eso mismo, porque es un intruso y necesita dejar constancia de ello. Detesta irse de este mundo sin confesar que no perteneció a él. “Yo no era de aquí”, eso es lo que viene a decir en cada uno de sus libros. ¿De dónde era entonces? Ahí está el misterio, que no era de ninguna otra parte. Es un poco la condición del ser humano en general, lo que ocurre es que unos se adaptan mejor que otros a la situación. El lector, por ejemplo, está más o menos adaptado, pero le gusta que le recuerden sus orígenes. En ese sentido, leer es como volver a casa.