
La lavadora es un agujero mohoso que gira un día al mes, el resto airean la ropa en el tendedero. El hueco del lavavajillas, tras vendérselo a un vecino, lo ocupa una bombona de butano. Y la nevera… qué dolor esos estantes inmaculados igual que los psiquiátricos alemanes de los setenta. Blancos en apariencia pero muy negros dentro.
La casa es lo primero que cambia: los muebles van desapareciendo, después el equipo de música, algún cuadro, el aire acondicionado. Su sofá de cuero se lo quedó un compañero por cuatro perras –un milagro tras las bajadas de sueldo en la oficina– y el LCD lo vendió en el Rastro. Después cambias tú. Cuando ves que no hay tiempo que valga, que la miseria ha llegado a tu vida para quedarse.
Igual que ellos. Cuatro. Una familia numerosa de la noche a la mañana. “No quiero que mi bebé sea hijo único –rumiaba su mujer con el recién nacido en brazos–. Mírame a mí, terminas llena de traumas”. Y sus advertencias resultaron premonitorias, pues pronto engendraron cuatro hijos mientras su descalabrada personalidad abocaba la pareja a la ruina.
—Esta inercia me ahoga. Necesito más aire. ¡Vivir con mayúsculas!
Una mala mañana las quejas y los reproches sonaron distintos, como si su mujer hubiera visto luz en mitad de un paisaje lleno de grises.
—¿Te parece poco trajín cuatro niños?
De repente levantó la vista del café y se encontró con una extraña.
—Me marcho una temporada. Fuera –remachó ella–, a aprender inglés.
—¡¿Ahora?! ¿Y tus hijos? ¿Qué dices? Además no es un buen momento, sabes que tengo problemas… la crisis ha bajado el ratio, estoy en una posición muy delicada y los clientes…
Siguió argumentando a la pared, y con un nudo en el estómago se fue a trabajar. Nunca más la volvió a ver.
El resto de las explicaciones ella las guardó en una carta donde le pedía que cuidara de esos hijos que en el fondo no la querían, que les diera la educación merecida y gastara la menor energía en buscarla. Ya tendría noticias de ella. Pero no precisó cuándo, y todavía las espera.
—¿Qué hay para cenar, papá?
Detrás de su hijo mayor asoman tres ángeles más. Los mira arrebatado, porque los hombres pueden ser tanto o más sensibles que las mujeres, diciéndose que esa familia cuya cabeza sufre una alopecia galopante se merece toneladas de amor, así como extraer el paquete del congelador que lleva semanas allí igual que un tesoro. Hoy no toca tortilla.
Compró un solomillo completo en un arrebato, creyendo que un día la vida les daría un revés para bien y habría que celebrarlo. Pero la racha de suerte no llega y ellos siguen ahí.
Después del atracón de proteínas ha calentado unas natillas de sobre y se han tumbado frente a la única televisión que sobrevive en casa. Vieja y ruinosa.
—¿Este año tampoco podemos ir al campamento? –suelta su hijo mayor, y se hace un silencio en el cuarto. De repente es invierno.
Va a responder, pero el pequeño se adelanta. “Nosotros preferimos estar contigo”, y le estampa un beso antes de abrazarle.
En la tele cuentan un drama nacional: uno de cada cinco españoles vive por debajo del umbral de pobreza; pero él se siente millonario, como si le hubieran triplicado el sueldo de un plumazo.