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¿El turista nace o se hace?

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El turismo es una consecuencia desagradable de la calidad de vida. Un daño colateral, podríamos decir, propio de un régimen social próspero y que, tal como se produce, puede dejar de hacerlo a causa de esas crisis económicas que cíclicamente agitan la sociedad occidental para conseguir de manera incruenta lo que antes se lograba en el campo de batalla. Es decir, como no hay manera de montar una tercera guerra mundial porque, con el armamento del que disponemos, aquí no quedaría vivo ni el Tato, vamos a recordarle al ciudadano medio –mediante alguna crisis de esas que afectan a todo el mundo, menos a quienes la provocaron con su codicia y su mezquindad– que no debe dar por descontado todo aquello de lo que disfruta (o cree disfrutar). Empezando por las vacaciones.
En ese sentido, el acceso del español medio al turismo se ha visto seriamente mermado por la crisis económica que ha obligado a muchos a olvidarse de trasladarse a Cancún a rascarse los huevos, para dedicarse exactamente a lo mismo en un entorno menos rutilante: frecuentemente, el pueblo de los padres o los abuelos. Puede que ellos piensen que han perdido capacidad de gasto, y no seré yo quien les lleve la contraria, pero… ¿Qué me dicen de la dignidad recuperada? Volver al pueblo de los ancestros puede considerarse una humillación, pero también un regreso a los orígenes, una reivindicación telúrica, un contacto con la tierra y un genuino descanso: sin playas lujuriosas, sin cócteles de tequila y, sobre todo, sin un céntimo para despilfarrar en todas esas cosas innecesarias que nos traemos del extranjero, lo único que queda son los chorizos parrilleros glosados por Georgie Dann y las siestas de pijama y orinal que tanto satisfacían a Camilo José Cela.
Una vez uno ha sido obligado por el hambre a dejar de ejercer de turista –pues el turista, tal como se hace, se deshace–, puede empezar a observar a esa subespecie humana veraniega como lo que es: una plaga lamentable. Que podemos dividir, a grandes rasgos, en tres grupos:
 

1/ EL TURISTA DE ALCOHOL Y PLAYA. Aparentemente, el más despreciable e inhumano, pero en la práctica, el más noble e inofensivo. Como la cultura local se la pela tanto como la propia, ese individuo que se pasa el verano en camiseta y bermudas nunca se cruzará con nosotros ni nos molestará con su hedor a vinazo. El hombre no se separa mucho de la playa, del chiringuito y de su hotel. De hecho, fluctúa entre esos tres ambientes en un estado de estupor etílico permanente. Cree que hay una ciudad grande cerca de su escondrijo, pero… ¿Para qué visitarla? Si no fuese por el agua del mar, que le despeja, se quedaría frito en la arena y pasaría a mejor vida. Algunos se arrojan a la piscina del hotel desde el balcón de su cuartucho, y más de uno la diña, estableciendo cierta justicia poética en el mundo. Pero no hay que cebarse con este modelo de turista, que hasta resulta entrañable en su simpleza: el pobre solo aspira a embrutecerse en un país soleado y, a poder ser, volver vivo a casa. Pero incluso esto último es negociable y, en última instancia, irrelevante.

2/ EL TURISTA DE GRAN CIUDAD. Aunque aparenta poseer una cultura superior al gañán playero medio, este personaje es, de hecho, muchísimo más idiota. Viaja a las grandes ciudades del extranjero cuando sus habitantes las han abandonado, por lo que solo se cruza con otros turistas de su jaez, con los que coincide en todos los puntos de supuesto interés de la localidad. Cree haber conocido Londres, París o Nueva York cuando, en realidad, solo ha visto un decorado en el que no se representa ninguna obra, ya que, desaparecidos por pura prudencia los actores principales, quienes ocupan sus lugares son una pandilla de intrusos que no saben qué hacer ni qué decir. Como no podía ser de otra manera, en cuanto vuelve a casa, el turista que solo se ha cruzado con otros turistas emite unos veredictos inapelables sobre el carácter de los lugareños con los que se ha cruzado. Ejemplo: el turista afirma que las camareras inglesas son estiradas, desagradables y propensas a no dirigir la palabra al cliente; ha llegado a esa conclusión después de ser atendido por una camarera de Dubrovnik que apenas sabía inglés y se mantenía callada para que no se le notara.

3/ EL TURISTA SOLIDARIO. Este es el peor de todos. No hay que acercarse a él ni con pinzas. Se considera un viajero, no un turista, pero cree que viajar por viajar es de una frivolidad insoportable en estos tiempos que corren. Por consiguiente, suele apuntarse a alguna causa noble a desempeñar, por regla general, en el quinto pino. Aunque en su barrio hay niños muertos de hambre a punta pala, a nuestro héroe le gusta más alimentar a los que viven en otro continente. Para eso se ha integrado en una ONG y suele sudar la gota gorda por África o Sudamérica hasta que su furgoneta es secuestrada por una pandilla de indeseables –hay donde elegir: narcotraficantes, fanáticos religiosos, sacacuartos profesionales y, mis favoritos, ¡los subdesarrollados con ganas de sangrar a los señoritos europeos con ínfulas solidarias!– y su gobierno tiene que acabar apoquinando para que no le ejecuten ni a él ni al resto de turistas del ideal. Si consigue volver a casa sin que lo secuestren, lo sodomicen o le roben la cartera, el turista solidario suele pronunciar las siguientes verdades como puños sobre los desgraciados que ha conocido: “No tienen nada, ¡pero te lo dan todo”!, “Los niños tienen unos ojos enormes”, “Son más felices que nosotros”, “Tienen una sabiduría natural”… Posibles respuestas: si no tienen nada, ¿cómo te lo van a dar todo?; ojos enormes, ciertamente: ¡para ver venir a las serpientes!; son más simples que las amapolas; son analfabetos.
Pero tú, callado. Dile que tiene razón. Ni se te ocurra darle el pésame por lo que se te antojan unas vacaciones infernales. Sal a por tabaco. No vuelvas. Y enciérrate en casa con el aire acondicionado a tope: digan lo que digan los tres modelos de turista aquí abordados, tú y yo sabemos que nos quedan muchos libros y cómics por leer, discos que oír y series que ver.

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