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La vida en un bolso

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Empezó tan pronto a rechazar su cuerpo que no guarda memoria de la primera vez; sí recuerda que ni siquiera celebraba sus cumpleaños en el colegio, sino con su familia. Y ese descontento suyo podría haber quedado en rebeldía infantil, pero fue minándole hasta llegar al choque de trenes que resultó ser la decisión final. 
—Mírame bien: ¿parezco lo que soy?
—¿Cómo dices, hijo?
La madre, a quien le rondaba dentro el miedo como una tenia, empezó a temblar. Cierto que su pequeño no parecía un adolescente sometido a la testosterona, y en lugar de barba y granos le crecía el pecho, mas ella no pensaba hablar de ello nunca. Hasta que tocó hacerlo.
—Ya no quiero mirarme al espejo, no me reconozco. ¡Mamá, tienes que ayudarme: necesito sentirme entera! 
 

Lo aterrador de la frase fue el adjetivo. Lo demás serían tribulaciones de la edad, pero el género de la palabra dejaba poco espacio a la duda. La madre llenaba el plato de albóndigas mientras le caían lágrimas en la salsa.
—¿No piensas decir nada?
—Claro… –balbució–. Que si quieres patatas fritas.
—No puedes seguir haciendo como si no pasara nada. En ese viaje te necesito cerca, mamá.
De repente su hijo hablaba como un hombre a quien le costaba llamar mujer. La madre dejó la cazuela sobre la encimera, se limpió el rostro con el paño de cocina y entendió que, si le fallaba en aquel momento, le habría defraudado por el resto de su vida. Pensó mucho la respuesta.
—Pues no podremos dejarnos los zapatos porque no tenemos el mismo número… pero los bolsos sí, ¿verdad?
Pasaron los años y ella, la de la identidad cambiada, terminó paseando su licenciatura por la planta noble de una empresa constructora. Era una impecable analista de sistemas con una presencia rotunda, aunque resultaba bastante opaca en sus confidencias. “Demasiado formal para ese cuerpo –reprobaban sus compañeros–. Una hembra así debería ser más guerrera”.  
Sin embargo, ella solo se avenía a batallar con la palabra. Así le nacían unas parrafadas larguísimas a las cuales ponía un “FIN” precipitado y confinaba en una carpeta en el ordenador, hasta que un día –tal y como le sucedían siempre las cosas importantes en su vida– en vez de un final anotó un punto y seguido. Y guardó el texto en el escritorio, donde se viese a la primera.
—¿Me lo dejas leer?
—Solo cuando lo acabe –se dejaba querer por quien lo hacía, y mucho.

Su pareja se había enamorado hacía años de ese caos que era entonces su cuerpo y seguía tan loco por ella como al principio.
Cuando acabó la obra, se la puso entre sus manos junto a un beso de los que sellan los compromisos. Y él lloró al leerla.
—¿Piensas publicarla? –le preguntó.
—Mejor, pienso estrenarla –reconoció ella–. El teatro, lleno de artificios, es la metáfora de mí misma. De las que son como yo.
Hoy, fecha de su debut, no ha faltado nadie. Cerca de ella, el consejero delegado, que lo sabe todo; y en las butacas contiguas, sus compañeros, que están por averiguarlo. Escoltándola, su hombre y la madre, con el mismo sabor a albóndiga llorosa de aquella noche.
—¿Ves? –mientras coge la cartera entre las manos–. Ya te dije yo que un día nos cambiaríamos los bolsos, hija.

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