
Si Benidorm se le antoja el colmo de la vulgaridad y la masificación, si considera que Marbella solo merece alojar a pijos madrileños de pelo engominado y caracolillo cogotil y considera que Ibiza estuvo bien hace años, pero ya no está a la altura de su elegancia y tronío, no lo dude, amigo mío, su lugar de descanso veraniego debe encontrarse en algún pueblo del Ampurdán. Y a ser posible, que no se trate de Cadaqués, pues es un lugar precioso, sin duda, pero ya algo manido; por no hablar de esas turbas chancleteras internacionales que lo infestan en verano y lo dejan todo perdido de detritus varios. Lo suyo es algún pueblo pequeño de nombre impronunciable para cualquiera que no sea catalán y cuanto más feo y alejado de la playa, mejor, pues esos rasgos le definirán a usted como un tipo exquisito que no obedece a las principales exigencias sociales del estío: el mar, el bronceado, un entorno hermoso… Cuando alguien le pregunte, con la grosería habitual del indocumentado, qué demonios se le ha perdido en ese poblacho, usted adopte la actitud superior que le corresponde, recuerde que no se hizo la miel para la boca de los cerdos, deje sin respuesta a ese gañán y vuelva a encerrarse en su domicilio; probablemente, una masía del siglo XIII que se hallaba en estado ruinoso cuando se la vendió hace años un campesino avaricioso y en la que usted ha invertido una auténtica fortuna –aunque sin lograr impedir que sea una nevera en invierno y una estufa en verano– porque en Barcelona y en su entorno social, si usted no tiene una segunda residencia en el Ampurdán, usted no es nadie.
Si usted no es de Barcelona, no tome en consideración nada de lo escrito hasta ahora. Si usted no es de Barcelona, puede que haya elegido ese pueblo horrible porque su misantropía le ha obligado a ello. Usted no quiere tratarse con nadie y sabe que aquí lo va a lograr. Entre la adustez habitual de los lugareños y el desinterés de los pocos amigos a quienes les quede por visitar semejante culo del mundo, la sociedad le va a dejar en paz. Si la masía sigue en ruinas y, además, está cerca de alguna porqueriza, miel sobre hojuelas: el permanente olor a mierda de cerdo acabará de alejar al visitante más recalcitrante. Eso sí, debo decirle que será usted una rara avis en su entorno, pues se halla en una zona a la que los barceloneses con posibles acuden para ver y dejarse ver en compañía de otros afortunados de su entorno social. Barcelona es al Ampurdán lo que Manhattan a los Hamptons, aunque con fortunas menos ebúrneas y ciertas posibilidades de medre para intrusos e impostores varios.
La segunda residencia en el Ampurdán es una obsesión enfermiza para las clases altas barcelonesas. Poseer un trocito de la zona, por pequeño que sea, constituye una dicha sin par. Si hay que pasarse la vida pagando las reformas y el mantenimiento de la maldita y ruinosa masía del siglo XIII, se hace sin rechistar. Y el problema es que esa obsesión se ha contagiado hace años a nuestras clases medias: yo he asistido con mis propios ojos a la desesperación de más de un pequeño burgués al tener que renunciar a su apartamento alquilado en Cadaqués –o cualquier otro sitio por el estilo– por falta de monises y les aseguro que la desdicha iba mucho más allá de la incomodidad de quedarse sin segunda residencia: aquello era la prueba de un imperdonable fracaso personal; en cuanto corriera la voz de que ese desgraciado no tenía ni para pagar el alquiler del pisito –¡tras perdonarle que no le diera el presupuesto para masía del siglo XIII o, en su defecto, dúplex de propiedad–, su vida, tal como la conocía, se habría terminado…
Reconozco sin excesivo rubor que, durante un tiempo, también yo fui un visitante asiduo del Ampurdán. Y es que bonito, lo es un rato. Frecuenté un pueblo cuya belleza solo es comparable a la mezquindad y la avaricia de sus habitantes. Conocí a un montón de artistas malos que te inmortalizaban la barca por encargo o pintaban la misma puesta de sol cada día. Los fines de semana no paraba de cruzarme con los mismos merluzos a los que esquivaba en la ciudad. Los precios eran desquiciados: todo costaba el triple de lo normal. Hasta que un día no pude más, me despedí de tanta belleza y no volví a aparecer por ahí.
Pero claro, yo tenía alquilado un zulo sin vistas a nada, nada de dúplex o masía del siglo XIII. Y me repugnaba esa vida social consistente en que todos organizan cenas en sus casas para fardar de ellas, para que sus supuestos amigos traguen quina al verlas, aunque nada más volver a las suyas digan que aquella de la que vienen no es nada del otro jueves. Poco a poco, notaba que les iba cogiendo una manía tremenda a todos esos seudoexquisitos barceloneses, siempre dispuestos a reírse de Benidorm, Marbella o Ibiza sin darse cuenta de que el suyo también era un infierno en la tierra, aunque puede que mejor decorado y con los figurantes vestidos de Toni Miró.
En Benidorm aceptan a cualquiera que contribuya alegremente al cutrerío general de ese gran camping de cemento y crecimiento vertical. En Ibiza y Marbella cualquiera con pasta es bien recibido. Pero en el Ampurdán impera una jerarquía burguesa que sigue a pies juntillas las normas de Barcelona, capital mundial del quiero y no puedo. Se tolera la llegada de españoles y extranjeros, pero no se fomenta el exotismo. El Ampurdán prefiere ser el coto cerrado de la alta burguesía catalana y de algunos mangantes adinerados –¿se acuerdan de Javier de la Rosa?– a los que se retira el saludo en cuanto pintan bastos. Vista desde fuera, la cosa da una mezcla de risa y grima. Y además, Scott Fitzgerald nunca habría podido ambientar aquí El gran Gatsby. Menos mal que alguien puso en su sitio a esa gente hace ya varias décadas. Se llamaba Juan Marsé y puso a caldo a nuestros exquisitos de estar por casa en su novela Últimas tardes con Teresa.
Creo que me va llegando el momento de releerla.