
Eso lo sabe todo el mundo. Hasta los propios niños en edad escolar. Esos niños que empiezan con ilusión y energía su época veraniega. No en vano, vienen fritos de tanto cole, tantos deberes y actividades varias. Tienen unas agendas que parecen ejecutivos en miniatura. Un sobrino mío llegó un día a casa y soltando la cartera con melancolía, lanzó un suspiro y dijo: “¡Es que no tengo tiempo para mí!”. ¿Quieres tiempo? ¡Pues toma dos meses y medio! ¡VACACIONES DE VERANO! Lo más parecido a la eternidad. Son muchos días y, lo que digo, de la energía inicial se va derivando a una cierta apatía en pantalón corto. Hay señales evidentes, solo hay que estar pendientes. Cuando el niño dice: “¿Otra vez playa?”, con una mueca de hastío, es que estamos tocando fondo. Cuando han visto todos los estrenos de animación y superhéroes en el cine, cuando ya no cogen ni la videoconsola de puro hartazgo, es que los padres empiezan a tener un problema. Eso suele suceder a finales de julio. Estamos hablando, por supuesto, de los padres de ahora. Los míos nunca lo consideraban un problema. Me frotaban la cabecita, me ponían un bocadillo en la mano y ¡hala!, a la calle. Pasaba tanto tiempo en la calle que a veces no me acordaba ni de donde vivía. Por suerte, mi madre gritaba por el telefonillo con un ensordecedor “¡Andreuuuuuuuuu, subeeeeeeee!”, y entonces yo entendía que tenía que subir.
Es cierto que, actualmente, se han inventado y potenciado los más variados campamentos de verano. Los hay de todo tipo. Son la excusa para que los padres respiren unos días y puedan reconocerse en su propio domicilio. “Hola, cariño, ¿vivías aquí?”. Luego el niño vuelve y quiere acción y hay que dársela. Y venga excursiones, viajes, actividades, playas, piscinas… No es de extrañar que muchos adultos, cuando regresan en septiembre al trabajo (eso, los que lo tengan), muestren un aspecto que mezcla el cansancio y la ilusión. El desahogo y la esperanza. Un extraño equilibrio. Como si recuperar la rutina fuera bueno, ya ves tú. El Gran Wyoming siempre pregunta en esa época a la gente: “¿Qué tal el verano? ¿Bien o con la familia?”.
Tomar el sol es de las cosas más aburridas que hay
Igual es que un servidor es un poco hiperactivo, que no puede parar quieto, pero no me negarán que tirarse en una tumbona o en una toalla esperando broncearse es de las cosas más aburridas que se han inventado. No solo no haces nada, sino que encima estás a disgusto, sufres porque te vas quemando lentamente. Ponerse moreno es quemarse, por si no nos acordábamos. Mira que los médicos nos avisan, pero ni caso. “Yo controlo”, pensamos. Sí, claro… como con los gin-tonics. ¿Dónde está la gracia en lo de tomar el sol exactamente? Puede que verte más moreno te siente bien, pero el precio que pagas no compensa. Ya sé que pensarán: “Pues escucha la radio o lee un libro, haz algo”. Lo siento, pero no puedo. No me concentro. Estoy leyendo y noto cada poro de mi piel pidiendo clemencia. Percibo la gota de sudor que resbala, como si esa piel llorara y me lo estuviera haciendo saber. Esa tristeza de fuego me hace levantarme rápidamente. No lo resisto. Siempre pienso en Julio Iglesias y ese aspecto como de faraón. ¿Cómo lo hará? ¿Conocerá alguna técnica de concentración extrema? Algo de eso debe ser. O quizás se inserte en una sandwichera de rayos uva y con solo diez minutos ya salga como un bistec al punto. Admiro a los que toman el sol horas y horas. Bueno, no les admiro. Les miro desde la piscina o desde el chiringuito con una cerveza bien fresca en la mano.