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Channel: Revista Interviu
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Saliva artificial

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Lunes. Una señora, en la estación de Atocha, se mete en las escaleras mecánicas con un carro lleno de maletas. Debido a la fuerza de la gravedad y a la inclinación que adquiere enseguida el carro, la señora, pese a sus esfuerzos, es aplastada por él. Me sorprende la celeridad con la que actúan un par de jóvenes, que detienen el movimiento de las escaleras, levantan el carro, sacan a la señora de debajo y restituyen, en definitiva, el orden perdido. Tres minutos después, todo está encarrilado de nuevo en su rutina, excepto la señora, a la que vemos sentada sobre una de las maletas recuperando el pulso, quizá esperando que los servicios médicos se hagan cargo de ella. La vida, pienso mientras me dirijo a la parada de taxis, está llena de pequeños grumos de desorden, de anarquía si ustedes lo prefieren, que se disuelven en un quítame allá esas pajas, signifique lo que signifique quitarse allá esas pajas. Con los desórdenes grandes el protocolo de actuación es diferente. De ahí la distinción entre accidente e incidente.
Martes. Hoy pensaba haber madrugado, para escribir un par de horas antes del desayuno, pero he dormido mal. A eso de las tres de la madrugada, me levanté y estuve buscando por toda la casa un ibuprofeno. Normalmente, están en un armario de la cocina, pero hemos hecho obra hace poco y todas las cosas han cambiado de lugar. Finalmente, he dado con unas pastillas compuestas por paracetamol y codeína cuyo nombre comercial no me viene ahora. Son efervescentes, de modo que me he sentado a la mesa de la cocina en actitud meditativa, observando las burbujas que producía el fármaco al disolverse. Su aspecto me ha recordado un poco el de la tónica, de modo que ni corto ni perezoso le he añadido unos cubitos de hielo, un chorro de ginebra y una corteza de limón, además de unas bayas de enebro que nos ha regalado alguien (se han puesto de moda este tipo de obsequios). El sabor es muy distinto al del gin-tonic convencional, pero no tiene nada que envidiarle. Tampoco sus efectos, que se han manifestado de inmediato con una sensación de bienestar impagable. Ya puestos a transgredir, he encendido también un cigarrillo. Mientras fumaba y bebía, he intentado meditar, pero enseguida me he dado cuenta de que era yo el meditado. Alguien, quizá Dios, me digería, entendiendo la digestión como una manera de meditación. Y yo me dejaba digerir, me diluía en los jugos gástricos de ese ser monstruoso en cuyos intestinos habitaba como una bacteria. El ser monstruoso (lo comprendí luego) era la noche. Desde la calle, llegó el sonido de la sirena de una ambulancia. ¿Vendrán a por mí?, me pregunté. Pero no, pasó de largo. Entonces volví a la cama, cerré los ojos, comencé a pensar en mi vida y me dormí.
Miércoles. Me he despertado de madrugada, he encendido la radio y he escuchado una entrevista con un tipo que arregla problemas y al que acude gente famosa. Decía que cuando tenemos miedo, la garganta se nos seca, mientras que cuando estamos a gusto (al follar, por ejemplo) salivamos en cantidades industriales. Entonces, ¿qué? Entonces, lo que debemos hacer en situaciones apuradas es salivar, ya saben ustedes cómo: presionando la lengua sobre las glándulas productoras de saliva, que se encuentran en la base de la mandíbula inferior. De este modo, engañamos al cerebro, que al percibir ese aumento anormal de la saliva se cree que estamos bien y nos proporciona una sensación de bienestar semejante a la que obtenemos después de follar.
Jueves. Me paso el día salivando de forma artificial para hacerle creer a mi cerebro que no tengo miedo. Pero no debo de salivar lo suficiente, porque el pánico continúa ahí, agarrado a mi pecho en forma de nudo de angustia. Entonces me acuerdo de la existencia de las lágrimas artificiales, que descubrí con sorpresa hace unos meses, y me pregunto si habrá saliva artificial. La hay. En internet aparecen varias marcas con su composición de minerales y sales, quizá también de bacterias vivas. Corro a la farmacia salivando de gusto y por fortuna la venden sin receta. Me llevo dos botes. Ya les contaré.


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