Escribió el historiador británico Edward P. Thompson que “los impuestos inventaron a los pobres” y no al revés (Contra el reino de la bestia, José Ángel Ruiz Jiménez). Ha tenido que ser así porque, puesto que los ricos no los pagan –o no los pagan en la misma proporción de sus ingresos–, alguien ha de soportar el prorrateo en la financiación de la cosa pública, que es la de todos, aunque algunos nada quieran saber porque no la necesitan.
Si no fuera porque ya estamos curados de espanto y acostumbrados a las situaciones más insólitas, nos llevaríamos las manos a la cabeza, acompañando el gesto de una exclamación de indignada sorpresa, al saber que a María del Rosario Cayetana Fitz-James Stuart Silva, la difunta duquesa de Alba, la declaración de la renta le salió a devolver en 2012. El reloj de la vida la salvó de rendir cuentas. Pero la honra es lo único que nos llevamos a la tumba y sigue bailando sobre la caja después de cerrada la tapa.
Explica el economista francés Thomas Piketty: “Cuando la tasa de rendimiento del capital supera de modo constante la tasa de crecimiento de la producción y del ingreso, el capitalismo produce mecánicamente desigualdades insostenibles, arbitrarias, que cuestionan de modo radical los valores meritocráticos en los que se fundamentan nuestras sociedades democráticas” (El capital en el siglo XXI).
Por eso estamos sumidos en una crisis que no es solo financiera ni económica, sino de valores democráticos. Algo está corrompido en el sistema y, si no se depura y regenera, acabará estallando como las cañerías atrancadas de podredumbre. Es cuestión de tiempo, que a todos nos coloca en nuestro sitio.
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La corrupción del sistema
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