
Creo que fue el padre de Rosa Regàs quien acuñó una frase muy célebre en Cataluña: “Yo he venido a este mundo a veranear”. Destino, ciertamente, sublime y generalmente inaccesible del que hoy día, en España, solo disfrutan unas pocas personas que se pueden contar con los dedos de las manos. Uno de esos afortunados, nacido en el extremo opuesto de la península Ibérica en el que veraneaba sin tasa el señor Regàs, es, sin duda alguna, mi admirado Francisco Rivera Pantoja, en arte Dj Kiko y previamente conocido como Paquirrín. Mientras a la mayoría de nosotros se nos permite jugar hasta una cierta edad, en la que se nos urge a trabajar o, por lo menos, intentarlo, Kiko Rivera sigue felizmente instalado en su cuarto de jugar, que ocupa ya media España y todos los platós televisivos puestos a su disposición, que no son pocos. Lejos de premiarle por alguna habilidad concreta, los españoles le adoramos porque es simpático, se pega la vida padre, no ha dado un palo al agua en su puñetera existencia y, encima, parece bastante dotado para actividades tan relacionadas con el juego como las de actor y pinchadiscos. Solo así se explica que Tele 5 se haya tirado un tiempo pagándole 50.000 euros a la semana por hacer las dos únicas cosas en las que realmente es insuperable: comer y dormir. Pero como el chaval, en el fondo, es sensible y sabe que en este mundo el dinero no lo es todo, ha presentado su dimisión al no sentirse querido por sus compañeros de encierro en Gran Hermano Vip, una galería humana que es de verla para creerla.
Y es que Kiko, reconozcámoslo, es un poco flojeras. Recordemos que ya se dio de baja en su momento del programa Supervivientes, donde lo único que tenía que hacer era tocarse los cojones a dos manos en una isla paradisíaca. También se sintió ninguneado y excluido por los demás fenómenos de feria; y, para colmo, fue víctima de varios ataques de gota, a cual más letal. Para tener gota a su edad, uno tiene que haber abusado sin medida del marisco y del jamón del bueno, de la misma manera que la escoliosis suele afectar a quienes bajan a la mina con excesiva frecuencia. Pero hay que tener presente que no es la única desgracia física de la que nuestro hombre ha sido víctima hasta el momento: si no recuerdo mal, empezó a quedarse calvo a los 14 años, algo francamente insólito y que suena a castigo de Dios. Y antes de eso, Dios –o la genética, un día que se había levantado con ganas de cachondeo– le otorgó un aspecto físico que dejaba bastante que desear, sobre todo si lo comparábamos con el porte apolíneo de sus hermanos. Es evidente que la mezcla de fluidos entre Isabel Pantoja y el diestro Paquirri no salió tan chachi como la de este con Carmen Ordóñez: la tonadillera siempre ha tenido un rostro levemente simiesco que pasó inadvertido en sus años juveniles, sobre todo en comparación con su contundencia corporal –recordemos aquel pareado de los años setenta: “Con la Pantoja, toma pan y moja”–, para afianzarse en la madurez de los Cachuli days; y el abuelo paterno de la criatura, ya difunto, era una síntesis casi perfecta del Lon Chaney de El fantasma de la ópera y Red Skull, el archienemigo del Capitán América. Y así fue cómo el bebé más querido y mimado de España creció hasta convertirse en un sucedáneo de adulto con unos ojillos hundidos en un cabezón alopécico que, partiendo de la base de que ya era famoso en el vientre de su madre, ha decidido seguir siéndolo hasta el fin de sus días.
Podría parecer que defino al pobre chaval como un parásito social, pero no es así porque, en su bendita simpleza, me cae extrañamente bien y me parece una buena persona en un mundo de víboras. Y tonto del todo no será, pues sabe que fuera del ambiente viperino en el que habita hace mucho frío, se pasa hambre y nada te garantiza que tus esfuerzos se vean recompensados. Pese a todo, y a su peculiar manera, lo intenta. De ahí sus sesiones de disc jockey –de traca, según quienes se han expuesto a ellas– y su papel del leal Ring Ring en la cuarta entrega de las aventuras de Torrente, donde bordaba un papel de simplón beodo, putero y amoral que le encajaba como una segunda piel. No creo que reciba nunca la llamada de Lluís Pasqual para interpretar a Hamlet o a Ricardo III, pero en los años del landismo se habría forrado como secundario imprescindible en la inevitable secuencia rodada en una whiskería: propongo insertarlo digitalmente en cualquier obra maestra de Paco Martínez Soria o Pajares y Esteso para comprobar que no desentona lo más mínimo.
Y mientras espera que le llamen Paris Hilton o Kim Kardashian para ambientar alguno de sus fiestorros –no en vano se hizo imprimir hace años unas tarjetas en las que, debajo de su nombre, donde se supone que figura la profesión, ponía “catador de croquetas e inaugurador de discotecas”– o un cineasta tan visionario como Santiago Segura, el hombre se dedica a desfilar por platós como el de Jorge Javier Vázquez para hablar de su madre entre rejas, de su hermanastra despistada e impregnada por un piernas que va de castigador, de su retoño y de la última chica que se le ha acercado para ver qué le podía sacar. Y es que aunque haya reconocido públicamente que entre zampar y follar optaría siempre por lo primero, el pobre Kiko es un romántico que no deja de buscar el amor verdadero. Eso sí, jamás donde haya la más mínima posibilidad de encontrarlo.
Es así como se le ha ido acercando una brigada de trepadoras sociales de escasas luces que en cuanto se lo tiran, se propulsan a los platós a explicarlo, en una versión cutre de la famosa anécdota entre Ava Gardner y Luis Miguel Dominguín, cuando la primera, aún en la cama, le preguntó al segundo adónde iba con tanta prisa y este respondió que a contarlo. Y no me extrañaría que una noche de estas aparezca en pantalla la de turno contando que en la piltra Kiko se dobla menos incluso que en la vida real.
En realidad, el pobre Kiko nunca tuvo una oportunidad. Perdió a su padre sin llegar a conocerle. Su madre lo recicló en escudo humano nada más nacer. Tuvo que aguantar a Encarna Sánchez, tesitura que no le deseo a nadie. Le cogió cariño a María del Monte, que parece que es muy buena gente. Pero luego apareció el infame Cachuli, el hombre de los pantalones a la altura de los sobacos, que no trajo más que problemas con sus mangancias y trapisondas. Kiko nunca fue a visitarle en la cárcel (“no, si es buen chaval y le tengo aprecio – comentó en su momento–, pero es que lo de entrar en el trullo, aunque sea de visita, no lo veo para mí”) y a nadie puede extrañarle: a fin de cuentas, su querida madre ha acabado en el talego por su relación con el mangante de Julián Muñoz.
Esta biografía difícilmente puede conducir a nadie a convertirse en un hombre de provecho. Si Miguel Bosé, que de niño se trató con Picasso, no ha grabado más que discos espantosos y sobreproducidos, ¿qué puede esperarse de un chaval que se ha tratado con chusma de todo tipo desde la más tierna infancia? Entiendo perfectamente que, al igual que el señor Regàs, haya venido a este mundo a veranear y a dejar pasar el tiempo de la forma más apacible posible. Solo le pediría que endureciese un poco su carácter. Cualquier otro –yo mismo, sin ir más lejos– al que se le pagasen 50.000 pavos semanales por zampar, sobar y dejarse rodar de camino a la piltra o a la nevera resistiría años en la casa de Guadalix de la Sierra, donde se haría fuerte y no habría forma de sacarlo ni con agua hirviendo.
No sé qué le pagan ahora por sentarse en el plató de comentaristas de Gran Hermano Vip, pero los mandamases de la cadena ya podrían haber tenido el detalle de proporcionarle una hamaca, ¿no?