Los fieles seguidores del cine patrio –español, para que nadie se despiste– lavaron sus pecados pasados y por venir y consiguieron indulgencias plenarias, la noche del 7 de febrero, siempre y cuando se tragaran enterita, sin anestesia y sin pausa, la gala de entrega de los premios Goya. Fue mi caso. Todavía en proceso de recuperación y franca mejoría, escribo esta columna. De lo mucho que hubo que soportar, empezando por la duración de la gala, lo más sórdido y estúpido fue el ambiente triunfalista de los profesionales del cine: 2014 ha sido un año estupendo para la cinematografía española. ¿Seguro? Teniendo en cuenta que esta no existe ni como industria incipiente, es muy difícil entender ese ambiente ombliguista que inundó toda la gala, ese autobombo que llegó al paroxismo con el discurso de Antonio Banderas, galardonado con el Goya de honor por su trayectoria. ¿Alguien es capaz de recordar algún papel memorable del actor malagueño, aparte de dos o tres excelentes interpretaciones en algunas de las primeras películas de Almodóvar? Banderas es un currante del cine, pero no un gran actor; eso sí, es nuestro gran currante. Le supongo una buena persona, por lo que cuentan de él, pero ¿es eso suficiente para un reconocimiento como el que se le ha dado? Rafaela Aparicio, Rafael Azcona, Tony Leblanc, Bardem, Alterio, Alexandre, López Vázquez, Landa, Concha Velasco… le anteceden. ¿De verdad creen los académicos que Banderas está a la altura de estos y otros nombres? Yo creo que no.
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