
Lunes. Tropiezo en la prensa de hoy con un artículo titulado Diez consejos para no morir. Lo de no morir es una moda perecedera, nunca mejor dicho, que ha coincidido con la de no nacer. Se nace poco, menos de lo que se muere, como si hubiera una competición entre los que se resisten a fallecer y los que preferirían no ser alumbrados. Cuando yo era joven, se nacía más y se moría más también. Daba la impresión de que entre una cosa y otra había unos vasos comunicantes, de modo que el nivel de los muertos y los vivos permanecía en un equilibrio permanente. El asunto era tan como lo digo que en muchas familias coincidían los bautizos con los funerales. Debido a ello, se creía más que ahora en la trasmigración de las almas: si la abuela se moría a las doce y el niño nacía a la una, lo lógico era pensar que el alma de la abuela se había colado en el cuerpo del niño. Las almas necesitan un cuerpo; cuando no lo reciben de buena gana, dan una patada en la puerta y lo okupan. El mundo está lleno de cuerpos okupados. No hay más que hacer un trayecto en metro fijándose en las caras de la gente para darse cuenta. Suponemos, por ir cerrando esta entrada, que si en el mundo de los no nacidos hay periódicos y revistas de salud, el consejo dominante de estas publicaciones será el de no nacer. He aquí un titular: Diez modos de no nacer.
Martes. Supongan que se produce un incendio en el cielo. Véanse asomados a la ventana contemplando ese fabuloso espectáculo. La imagen, extraordinaria, pertenece a Nikola Tesla, un inventor que vivió a caballo entre los siglos XIX y XX, y que estaba enamorado de la electricidad. El hombre creía que, si se lo propusiera, podría lanzar a las capas altas de la atmósfera, donde el aire está más enrarecido, la electricidad producida aquí abajo, de forma que, una vez almacenada allí, pudiéramos disponer de ella cuando nos hiciera falta. Pero temía una cosa: que se incendiara el aire. Esa imagen de las nubes ardiendo me ha perseguido durante días, también en los sueños. No soy capaz de quitármela de la cabeza. Vuelve a mí una y otra vez, como cuando te levantas tarareando el estribillo de una canción que ya no te abandonará en toda la jornada. El cielo ardiendo, ¡qué bárbaro!
Miércoles. En el diván de la consulta de mi psicoanalista. Estoy divagando sobre la idea de matar al padre, tan conocida y divulgada, y tan bien aceptada. ¿Quién ignora que para crecer es preciso cargarse simbólicamente al progenitor? La expresión se utiliza mucho en política para significar que el líder de hoy tiene que desembarazarse del de ayer para tener las manos libres. Lo curioso es que jamás se habla de matar a la madre. De acuerdo, pues, a la madre no hay que matarla. –¿Qué se hace entonces con la madre? –pregunto a mi psicoanalista.–¿Qué cree usted? –me responde ella.En el análisis (y en la vida también), siempre que se habla de una cosa, se habla en realidad de otra. Y de lo que estamos hablando es de que nos acercamos al final de mi terapia y que no sabemos muy bien cómo terminarla. Una de las formas más eficaces es que se muriera ella (que representa a mi madre); otra, que me muriera yo. Pero yo soy más joven, de manera que si fuera generosa y tuviera sentido común, le digo, se moriría ella. Se ríe a mis espaldas y pregunta si no se me ocurre ninguna otra posibilidad. Hay una tercera, desde luego, y es que no nos muramos ninguno de los dos. Que nos despidamos tranquilamente (¿tranquilamente, después de tantos años?) y que cada uno siga su vida. Ella se olvidará de mí enseguida porque tiene otros pacientes que absorben sus energías. Pero yo no tengo otras psicoanalistas, de modo que la recordaré con frecuencia y recordaré la calle y el piso donde trabaja y me la imaginaré abriendo la puerta a otros pacientes, ninguno de los cuales seré yo. De ahí mi dificultad para entender que no se haya acuñado la idea de matar a la madre pese al enorme éxito que ha tenido la de acabar con el padre. Cuando creo que va a responder desde la teoría a mis perplejidades, dice que se ha acabado el tiempo y me despide. Afuera hace sol.