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La cabeza y las lumbares

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Lunes. El desasosiego comenzó al mediodía, ignoro por qué. Me levanté a las seis de la mañana, como siempre, escribí un par de horas y salí a caminar dándole vueltas a lo que había escrito. En líneas generales estaba bien, pero había que afinar más en los matices. Cuando pronuncié mentalmente el término afinar, me salió con hache (hafinar), lo que me produjo un escalofrío que atribuí a la temperatura exterior. Hafinar, así, con la hache, resultaba una especie de monstruosidad. Una palabra terrorífica. Acorté el paseo y regresé a casa para afinar lo que había escrito a primera hora. Todo iba bien, excepto ese pequeño accidente verbal. Leí la prensa y continué trabajando hasta el mediodía, momento en el que me levantó de la silla una punzada de ansiedad. Conozco la ansiedad, es una vieja compañera, pero ésta tenía una calidad diferente. A la desazón habitual se unía ahora un malestar físico que afectaba a todo el cuerpo sin que lograra localizarlo claramente en ninguna de sus partes. Permanecí en ese estado el resto del día, pensando que se trataba del anuncio de un infarto o de un ictus. Pero llegó la noche sin que hubiera ocurrido nada malo (ni bueno). ¿Sería todo culpa del hafinar?
Martes. Los momentos de trance son escasos, pero quedan en el recuerdo como una especie de milagro inexplicable. Estoy en la barra de una cafetería, sobre un taburete de guitarrista. He quedado aquí con alguien que me acaba de avisar por el móvil que no vendrá. Le retiene un asunto familiar. Pide disculpas. Se las acepto. Cuelgo y cuando el camarero se acerca le pregunto qué está tomándose un hombre solo al que veo en la otra parte de la barra absorto en sus pensamientos.

–Un vodka con hielo –dice–

Póngame lo mismo –digo yo

Mientras me prepara la bebida, observo al hombre. Es evidente que está ajeno a todo, se ha precipitado al interior de su conciencia como un escalador imprudente se precipita al interior de una sima inaccesible. Quizá está perdido en una fantasía de tal intensidad que lo ha arrancado momentáneamente de este mundo. De vez en cuando se lleva el vaso mecánicamente a la boca, le da un sorbo muy pequeño y vuelve a dejarlo sobre la barra. ¡Cómo lo envidio! Hace meses que no logro para mí un trance tan profundo. Los trances son unas pequeñas vacaciones de la realidad. Vuelves a ella restaurado, como si hubieras dormido siete horas seguidas. Me traen el vodka, doy el primer sorbo y noto enseguida los efectos del alcohol en mi sistema circulatorio, también en mi cerebro. Pero la sensación no es de paz, sino de euforia. Lo único que no necesito en estos momentos es euforia. A veces, la misma medicina produce reacciones individuales diferentes. Dejo el vodka a medias, pago la consumición y abandono el establecimiento. Al pasar junto al hombre, me da la impresión de estar atravesando un campo magnético que altera las cosas. Ya en la calle, me siento en un banco público y recito de memoria unos versos de San Juan de la Cruz. Pero el trance no llega.
Miércoles. Le hablo a mi psicoanalista del sentimiento de fragilidad que me ataca últimamente con una frecuencia incómoda. Me pide que desarrolle un poco en qué consiste.

–Consiste -digo yo- en la idea obsesiva de que va a ocurrir algo, de que estoy a punto de recibir una noticia que no llega. 

–Una noticia de qué tipo -dice ella.

–Una noticia buena, fabulosa.–

¿Y eso le fragiliza?

–Sí, porque una parte de mí teme que inmediatamente después de que llegue esa noticia buena llegará una mala. 

–¿Entonces es un alivio que no llegue la buena?

–En parte sí, claro, pero en parte no.Me pregunta si tengo alguna fantasía acerca de la noticia buena o de la mala. Y la tengo, acerca de las dos, pero me da vergüenza confesarlas.
Viernes. Llego al fin de semana cansado, como si regresara de un viaje agotador. Como si hubiera dormido en hoteles de mala muerte, comido mal y bebido peor. No estoy bien, noto perfectamente cuando me encuentro bien y cuándo mal. Ahora estoy mal, ¿de qué? Creo que de lo de siempre, de la cabeza. Y de las lumbares.

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