
Envejecer con dignidad puede ser, en determinados casos, un concepto sobrevalorado. Para el común de los mortales, es algo muy adecuado y necesario, pero las cosas son muy distintas en el mundo de las estrellas del cine, la televisión, la música o el arte en general. Pensemos en Camilo Sesto, sin ir más lejos. Injustamente olvidado desde hace años –pese a su meritorio intento de volver al candelero con la apabullante Mola mazo, que solo supimos apreciar los genuinos connaiseurs de su obra inmortal–, Camilo se coló hace unos días en un programa de televisión y dejó pasmada a la audiencia con sus últimos retoques estéticos, que lo sitúan a medio camino entre un hombre, un ciborg y una figura del Museo de Cera de Madame Tussauds. Esa visión ha generado abundantes comentarios que van de lo insultante a lo conmiserativo: solo en Facebook ha hecho correr ríos de tinta (virtual, claro). Por eso me veo obligado a salir en defensa de Camilo Sesto, un personaje al que admiro como cantante, compositor y, sobre todo, glorioso demente. En cuanto a su progresiva mutación, que no tiene nada que envidiar a la del llorado Michael Jackson, yo creo que está en la línea de ilustres predecesores en el terreno de la insania recreativa, como Joan Rivers, Liberace o mi favorito del sector, el adivino Walter Mercado, estrella de los canales hispanos norteamericanos cuya figura, vista una sola vez, es imposible ya expulsar de tu memoria, pues no hay cacatúa adicta al quirófano de mayor empaque en todo el planeta Tierra.
Se comenta hace tiempo que Camilo Sesto ha perdido el juicio, pero eso solo contribuye, desde mi punto de vista, a hacerle más grande de lo que ya es. En mis tiempos de joven radical, yo le despreciaba al considerarle otro baladista insoportable en la línea de Julio Iglesias o Nino Bravo –a Julio he acabado por verle la gracia, no así al pobre Nino, que gritaba demasiado para mi gusto–, un cursi al que no había que prestar la menor atención y, sobre todo, alguien desfasado, ajeno al signo de los tiempos. Tuvieron que pasar muchos años para que uno supiera apreciar joyas como Melina o Vivir así es morir de amor. Ya sé que más que madurar (algo que nunca se me ha dado bien), envejezco, pero si eso sirve para darse cuenta de que Camilo Blanes tiene un chorro de voz y es un compositor notable, bienvenida sea la vida del carcamal.
En cualquier caso, mi admiración por el Camilo Ser (más o menos) Humano, sería mucho menor de no existir el Camilo Demencial, cuya existencia descubrí hace tiempo gracias a los programas de Alfonso Arús, pionero del frikismo audiovisual al que aún no se han rendido los debidos homenajes. En aquella época anterior a la crisis económica, Arús tenía permanentemente destacado en Miami a su cuñado, Javier Cárdenas, con la exclusiva misión de tratarse con lo mejor de cada casa y entrevistarlos sin tasa. Y Cárdenas, que ya había descubierto al santón Carlos Jesús –cuyo hermano, como todos sabemos, trabaja de mecánico de ovnis en el planeta Raticulín–, se sacó de la manga a más de un personaje insólito, como aquel travestido rollizo que atendía por la Pantoja de Puerto Rico, mientras dedicaba la mayor de sus atenciones a Camilo, que se había instalado en Miami junto a su hijo –que no desaprovechaba una oportunidad de mostrar la vergüenza que le causaba su progenitor– y una tía suya que se había traído de Alcoy y que intentaba, ¡santa inocencia!, poner un poco de orden en aquel sindiós, aunque fuese barriendo, que es como solía pillarla Cárdenas.
Con cada aparición, Camilo demostraba que se le estaba yendo la olla de manera paulatina, pues intentar mantener con él una conversación mínimamente normal no solo era imposible, sino que carecía del menor interés. Especialmente gloriosa fue la entrega del programa en que se nos permitió acudir a la inauguración de una exposición de cuadros de Camilo más propios de un loco de atar o de un asesino en serie que de un cantante con pujos de artista: todos esos cuadros consistían en imágenes de búhos hechas con chinchetas. No entiendo cómo John Waters –poseedor de varias obras de John Wayne Gacy, el Payaso Asesino– no compró unos cuantos.
De vuelta a Madrid, Camilo protagonizó una gran performance que tuve la dicha de ver por televisión y que consistía en responder cantando a las preguntas del entrevistador de turno, ya fuese improvisando o recurriendo a estrofas de sus propias canciones. A continuación, pasaron unos años en los que no supe nada de él, más allá del incomprendido himno Mola mazo, pero un buen día, Javier Cámara, con el que había coincidido en la casa de campo de una amiga común, me contó lo que a su vez le habían explicado a él unos vecinos de Camilo: que el artista vivía con una serie de maniquíes de tamaño natural que tenía repartidos por casa y con los que, según los confidentes de Javier, mantenía curiosas conversaciones que ellos habían atisbado alguna vez desde sus ventanas. De cuando en cuando, Camilo sacaba a pasear a uno de los muñecos, al que acomodaba en su coche, en el asiento de al lado del conductor, para que le hiciera compañía durante el trayecto y, de paso, le permitiera utilizar legalmente el carril VAO, vedado a los conductores solitarios.
Antes de que me contaran estas cosas, yo ya admiraba a Camilo, pero a partir de entonces lo admiré mucho más. Me da igual que le acusen de negarse a envejecer con dignidad, pues yo creo que lo está haciendo de la manera adecuada a una estrella de su categoría. Dicen que se está convirtiendo en un monstruo, pero para mí es, en cualquier caso, un amado monstruo: por eso le he robado el título de este texto a mi difunto amigo Javier Tomeo.
A tenor de esa última aparición televisiva que tanta polvareda ha levantado, es indudable que la mutación del señor Blanes incluye algún elemento terrorífico, pero más en lo que oculta que en lo que muestra. Los cirujanos se han cebado con él, ciertamente, pero… ¿alguien se atreve a imaginarlo desmaquillado, sin la peluca ni la dentadura postiza, en el momento de meterse en la cama? Yo no, pero algo me dice que el espanto superaría al que provocaba el gran Liberace en sus últimos tiempos, cuando solo lo veían sus íntimos.
No sé qué más puede hacer Camilo con su cuerpo y su rostro, pero espero que siga en la actual dirección. Esa será su manera de envejecer con dignidad, y no la que le prescriben esas mentes simples que nunca han entendido lo que significa ser una estrella.
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