
Si existe una versión alternativa y subnormal del síndrome de Stendhal –ya saben, desmayos y vahídos ante una belleza excesiva, por lo general relativa al mundo del arte–, yo la experimenté hace unas semanas al presenciar la entrada en el plató del Sálvame de luxe de Amador Mohedano, cuyo look tiraba de espaldas: si no llego a estar sentado en el sofá, me abro la crisma contra el suelo del salón. Lucía el hombre un traje negro y un sombrero del mismo color que le otorgaba un leve parecido con esa estrella del flamenco-rock proletario que atiende por El Barrio (un tipo, por cierto, que llena estadios sin que el mundo de la cultura en general lo saque jamás de la clandestinidad). La camisa era digna de mención, aunque se me ha borrado por completo de la mente el estampado y solo puedo decir que cantaba lo suyo y, sobre todo, que los puños, mucho más largos que las mangas de la chaqueta, estaban doblados hacia arriba cubriendo la parte inferior de estas: un atentado a la estética (y al sentido común) como no se había visto desde los tiempos en que Don Johnson llevaba arremangada la chaqueta en Miami Vice (con camiseta debajo, en vez de camisa, para añadir al insulto la afrenta).Durante varios segundos, fui incapaz de apartar los ojos de esos puños, mientras me preguntaba: “¿Por qué lo hace, Dios mío, por qué?”. No tardé en contestarme por boca del mencionado: “Porque puedo, porque soy Amador Mohedano y hago lo que me sale de los huevos”. No contento con el look de marras, el hombre caminaba hacia el centro del plató con gran aplomo y tronío, como si en vez de ser el hermano de una folclórica difunta, acabara de ganar un premio Nobel. El público, mesmerizado, le veía desplazarse y no decía nada, presa también, sin duda alguna, de la misma versión zarrapastrosa del síndrome de Stendhal que yo había experimentado en mi apartamento.
No tardé mucho en cambiar de canal, pues empezaba en otro una película que quería ver, pero la imagen de Amador no me abandonó en las siguientes dos horas, impidiéndome incluso una concentración total en lo que estaba viendo. Y como soy dado a reflexionar a destiempo, proferí el siguiente soliloquio interior:
Pero vamos a ver, ¿quién demonios es el tío del sombrero para que se le reciba en un plató como si fuese Julio César tras una triunfal campaña en las Galias? Sí, ya sé que es famoso. O, por lo menos, popular entre los adictos a la prensa del corazón. Sé que su hermana, Rocío Jurado, fue La Más Grande para sus muchos seguidores, y que él fue su representante. Sé que estuvo casado con una tal Rosa Benito, a la sazón peluquera de La Más Grande durante su esplendorosa carrera. Sé que este verano se dejaba caer por cierto bar de Chipiona, su localidad natal, y que había gente que se acercaba a verle. ¿A verle hacer qué? Pues lo de costumbre: nada. Porque Amador no necesita hacer nada para ser famoso, más allá de poner verde a la parienta en público, de liarse con alguna pelandusca que va directa del catre al plató de Tele 5 a explicarlo –como les sucede con alarmante frecuencia a DJ Kiko y demás celebrities–, de haraganear por algún reality show de ambiente playero o de atender a los reporteros que se empeñan en darle conversación (si es que no se agobia y se ve obligado a recurrir a una portavoz, como ya hizo en su momento con Carolina Sobe, una mujer muy vistosa que tampoco sabemos muy bien a qué se dedica, aunque también forma parte, claro está, del cochambroso star system televisivo español).
Y casi mejor que Amador no haga nada, ya que cuando hace algo la caga. En el sentido literal del término. Su más reciente contribución al debate social de este país consistió en sufrir un acuciante apretón –ahora no recuerdo si en un bosque o en una playa, pero las cámaras le pillaron en uno u otro sitio– y aliviarse ipso facto. Acto seguido, se subió los pantalones y prosiguió con su frenética actividad habitual, supongo. ¡Sin limpiarse el culo!, como precisó ese gran observador de la vida contemporánea que es Kiko Hernández, colaborador habitual de los programas de Tele 5, tan indignado ante semejante falta de higiene que no dudó en poner verde a Amador desde el plató mientras enarbolaba, justiciero, unos rollos de papel higiénico…
Por si aún no se habían dado cuenta, queridos lectores, Amador Mohedano es lo que hoy día se entiende en España por una celebridad. Como estamos en democracia, aquí ya no hace falta ser una actriz famosa o una testa coronada –como en los tiempos de Franco– para salir por la tele o aparecer en la portada de las revistas del corazón. Tampoco es necesario destacar en nada, como descubrió Jorge Javier Vázquez cuando decidió suplantar a los famosillos de chichinabo que acudían a sus programas por los colaboradores de los mismos. Ahí empezó la gran revolución cotilla de la España actual. El entrevistador se convirtió en entrevistado, el narrador de miserias ajenas en protagonista de las propias, el chismoso profesional en periodista de investigación. Y se abrió la verja a viudas, novias, amantes, hijos, sobrinos, hermanos, amigos y conocidos de cualquier personaje popular por derecho propio. Como no podía ser de otra manera, se impusieron los que mejor se adaptaban al hábitat, y así fue como el hermano de La Más Grande alcanzó la gloria jiñando en directo para edificación de las masas y escándalo de Kiko Hernández, a quien solo le faltó resumir la hazaña con este titular que desde aquí le brindo gentilmente: “¡Amador caga seco!”. Y es que, de hecho, la única actividad reciente que se le conoce al señor Mohedano es esa deposición enriquecida por la ausencia de papel higiénico, efemérides fundamental de su existencia. En el mundo que ha creado Jorge Javier Vázquez, basta con cagar seco para entrar en un plató con la cabeza bien alta, dispuesto a compartir con el vulgo los frutos de tu prodigioso cacumen a cambio de unos eurillos, que nunca vienen mal cuando tu principal fuente de ingresos, que era tu propia hermana, lleva unos años criando malvas. Y además, según cómo se mire, lo de Amador tiene más mérito que lo de La Más Grande: mientras Rocío Jurado tuvo que desgañitarse para alcanzar la fama, a Amador Mohedano le ha bastado con ciscarse en público. Y es que la grandeza de la democracia se aprecia sobre todo en los detalles.