
UN RAMO tan hermoso como ella. Tres docenas de rosas rojas atadas con un manojo de tópicos: una nota, un cupido de chocolate… Su corazón abierto en canal. Hubiera quedado mejor en su cómoda. Sin duda. Apenas la conoció se volvió un romántico de esos que alaban las revistas femeninas. Ahora ya ha asumido que esa clase de empalago que empaña la vista existe, aunque sea tan nocivo. Cuántas veces se pregunta qué narices habrá sucedido en su cerebro para que mandara a su bolsillo órdenes categóricas: compra esto, reserva aquí, elige el viaje. Todo para sorprender con mil detalles a quien dio la vuelta al calcetín de su vida. Para él las mujeres fueron un sexo en movimiento al que conquistaba sin esfuerzo. El mercado está así, ligero de servidumbres y desnudo de citas: chico conoce chica y se la folla. Siempre era el nombre más wasapeado en los chats y aquel a quien los fines de semana le duraban hasta el martes. Un buen día –o malísimo, según sus colegas– ella se cruzó entre sus pies mientras salía del restaurante a fumar y de inmediato cambió el rumbo de sus zapatillas. El siguiente paso fue tirar la cajetilla al inodoro. “Odio el olor a tabaco”, pronunciaron unos labios que pedían a gritos ser mordidos, y a partir de ahí se lavó los dientes de forma compulsiva. Cada biografía tiene un punto de inflexión donde se empiezan a hacer las cosas de las que uno había renegado. Lejos de traumatizarse, todo hombre debe de encajar con alivio la pérdida de esa clase de cadenas que la masculinidad endosa sobre sus hombros como si fuera Sísifo. A algunos el quiebro los embiste muy pronto y otros deben recorrer un larguísimo trecho antes de reaccionar. Él acaba de cumplir treinta y dos años, disfruta un coche nuevo, su ático cuenta con estupendas vistas y si sentase a la chica en la terraza, lo consideraría un edén. El yugo de aparentar ser un macho alfa se lo comieron los besos de esa mujer cuyo recuerdo no le deja dormir. –¡No me jodas! ¿En serio vas a hacerlo?–Sí –respondió a su mejor amigo al salir del gimnasio–. Soy feliz solo de imaginarme su cara. –Eres un cursi, tío. Me decepcionas. –Estoy enamorado. El amigo se marchó atornillándose la sien con el índice según le miraba por el retrovisor y él acariciaba la caja dentro del bolsillo. Tramó su plan con tal encaje que había escrito una escaleta con la secuencia de unos hechos que debían de suceder bien almibarados como corresponde a un catorce de febrero. La idea llevaba rondándole semanas, pero se volvió material en la joyería. Aburridamente típico. –Su prometida, ¿cómo es? –se interesó el joyero–. Hay una joya para cada mujer.–No lo sabe.–Ninguna mujer lo sabe. Si fuera por ellas, se pondrían todas encima como un árbol de Navidad.–Digo que no sabe que es mi prometida. El joyero arrancó a aplaudir y él salió del establecimiento con un anillo de pedida. Hasta que hoy ha estrenado un traje, se ha plantado en la casa de la chica y al salir ella por la puerta, de rodillas, le ha lanzado la propuesta a bocajarro.–¡Tú estás tonto! ¿De qué vas? ¿Por follar tres veces te pones así? Desde luego, no hay quien entienda a los tíos. De las rosas, ni hablaron.