
En el PP, la pregunta ya no es ¿han detenido hoy a alguno de los nuestros?, sino ¿a quién nos han trincado hoy? La primera cuestión pertenece a un pasado casi feliz, en comparación con el triste presente, cuando cada dos por tres cae un pepero de pro por hacer cosas que no debía. El último –por lo menos, mientras escribo estas líneas– es Alfonso Grau, el que fue vicealcalde de Valencia y, por consiguiente, mano derecha de la aforada Rita Barberá, que sigue negando haber sido la jefa de la banda de corruptos que ha habido que desmantelar en su querida comunidad autónoma. El señor Grau, hombre previsor, llevaba ya un tiempo señalándola con el dedo y echándole basurilla encima, como si viese venir el momento en que las fuerzas del orden se interesaran por él. Aunque, bueno, la verdad es que ese interés tampoco es precisamente de última hora, si tenemos en cuenta que el hombre figura entre los acusados del caso Nóos. Y algo debía temerse cuando partió peras con Madame Caloret, espetándole que se acercaban marrones considerables y él no pensaba tragárselos, y, según algunas fuentes, vació la caja B del partido; es decir, trincó una pasta que no debía estar ahí y que, teóricamente, no existía. Si realmente dio el palo, hay que reconocerle una astucia admirable: por un lado, ya se sabe que quien roba a un ladrón, tiene cien años de perdón; y por otro, ¿quién es el insensato que le va a denunciar por llevarse un dinero de origen discutible y que además se supone que no existe? No se detiene a nadie por quedarse con una entelequia, con una quimera, ¿verdad?
Alfonso Grau era cirujano y vivía de lo suyo hasta que entró en el Ayuntamiento de Valencia en 1995, aprovechando que Paco Camps –hasta entonces, el principal protégé de Madame Caloret– se iba a triunfar a la capital. Previamente, había intentado medrar en el entorno del gran Eduardo Zaplana, y al no lograrlo, le había cogido a este una tirria que le fue muy útil para sus tratos con la señora Barberá, que también detestaba cosa mala al de Cartagena, pese a ser el político más sincero de España, como demostró cuando confesó que se había metido en política para forrarse. El odio a Zaplana unió a Grau y Barberá. Y las primeras ocupaciones que le cayeron al cirujano incluían las áreas de Festejos y Grandes Proyectos, siempre capaces de aportar entretenimiento (y monises) al titular. A partir de ahí, el hombre no tardó mucho en hacerse con la plena confianza de su jefa, que lo acabó elevando a la categoría de vicealcalde y mano derecha. Y ahí es donde el cirujano empezó a hacer mangas y capirotes con los presupuestos, a aceptar sobornos y mordidas de los inevitables constructores y a trabajarse esa acusación de cohecho que ahora ha conducido a su detención (aunque lo han soltado enseguida).
Puede que Grau ande suelto, pero no hay que olvidar que llevaba un tiempo señalando a Madame Caloret como responsable de cualquier posible trapisonda y que a esta se le va acercando el momento de dar explicaciones, por muy aforada que esté y por mucho que la defienda don Tancredo, al que más le valdría fulminarla después de la jugada que le hizo Esperanza Aguirre con su dimisión. La defensa numantina de Barberá llega después de sus mensajes de ánimo a Bárcenas y de su afecto –confesado públicamente– a Alfonso Rus, por lo que creo que el presidente (en funciones) está francamente mal aconsejado o tiene una idea muy poco conveniente de la lealtad. Yo le recomendaría que, aunque esté plenamente al corriente de que la Valencia de Rita Barberá fue siempre un patio de Monipodio, se muestre indignado, se haga el sorprendido y la emprenda a collejas con la aforada. No por hacer justicia, pues esa nunca ha sido una de sus prioridades, sino por salvar el pellejo, teniendo en cuenta la situación nada airosa en que le ha dejado la confesión de la gran Espe.
Y es que Espe es de traca, amigos. Yo cada día la admiro más. No porque comparta su ideología –si es que la tiene, lo que está por ver–, sino porque es única a la hora de escurrir el bulto y hacerse la sueca. Después de que todos los mangantes a los que otorgó su confianza vayan pasando ante el juez –destaquemos al gran Paco Granados, el único político español capaz de inaugurar la cárcel en la que se acabará alojando al cabo de unos pocos años–, sale por la tele con su mejor cara de yo-no-fui, se muestra escandalizada ante la actitud de todas esas víboras en las que se supone que creía y, tras declararse inocente de cualquier posible mangancia, presenta la dimisión en aras de su acendrado sentido de la responsabilidad.
¿Qué es lo primero que se le ocurre a todo el mundo? Acertaron: que Mariano ya tarda en seguir su ejemplo. Hasta sus hooligans –que los tiene– se quitarían el sombrero, pues lo considerarían inocente y responsable a la vez, y dejarían de oírse en provincias esos berridos de barones locales que afirmar estar, literalmente, hasta los cojones de que el partido de sus amores parezca la banda de Alí Babá. Pero don Tancredo no dimite. Y sus hooligans dentro del PP insisten en que es el único candidato que tienen para encabezar un hipotético nuevo gobierno. Esta actitud roza la pulsión suicida, pues vete tú a saber a quién detienen la semana que viene, qué nueva trapisonda se descubre o qué imprevista catástrofe moral se cierne sobre la calle Génova. Y mientras tanto, Esperanza Aguirre –que se ha ido, pero no del todo, y en realidad no se ha ido a ninguna parte, siguiendo el ejemplo de Artur Mas– se queda en la sombra, esperando el momento en que la posición de Mariano sea totalmente insostenible, momento en el que se ofrecerá generosamente para limpiar el partido, pasar la fregona moral por las instalaciones y dirigirlo con la altura ética que le otorga haber presentado su dimisión en el momento justo.
El PP está llegando rápidamente a una situación de ¡sálvese quien pueda! Alfonso Grau lo intentó dándose el piro a tiempo y echándole la culpa de todo a su antigua jefa y protectora, pero igual ha llegado un poco tarde, pues su sentido del timing es una birria comparado con el de la gran Espe. Su única salvación posible es la de esos camellos que salen en las películas y a los que se ofrece una rebaja de condena por señalar hacia arriba. Cuanto antes ofrezca pruebas –si las tiene– de las actividades económico-recreativas de Madame Caloret, antes podrá llegar a un trato con la fiscalía. Llámenme resentido, pero me cuesta mucho creer en la inocencia de Rita Barberá. Y en la de Mariano. Y hasta en la de mi querida Espe. Malpensado que es uno.