
Te has ido dos veces. La primera cerraste la puerta con un cataclismo que agitó media casa, y la segunda te vas entre raquetas y libros usados.
–Mándaselo todo al piso de la otra.
–¿Qué piso? –pregunto a la única amiga que me soporta tras semanas de llanto inconsolable.
–¡Donde viva con ella, idiota!
Solo imaginarte en otra cama que no sea ese campo de fútbol que compramos con tal vocación de futuro que si nos hubieran dicho que nos haríamos viejos sobre él, habríamos aplaudido, me parte en dos.
–Ignoro dónde está eso.
–Eso es un nidito de amor con muebles de Ikea. O envíaselo a casa de sus padres.
–Su madre se infartaría, me adoraba.
–Ahora adorará a otra –mi amiga se pinta las uñas de los pies y yo me desangro igual que el rojo del esmalte.
Te marchaste con la bolsa del gimnasio en una mano y el portátil en la otra, y hasta entonces no descubrí que cada vez tenías menos ropa en casa. Debiste de sacarla de extranjis, como robaban las criadas de antes –cinco duros por aquí, diez pesetas por allá–, así que de uno en uno se esfumaron tus calzoncillos del armario. Si lo hubiera ordenado yo en lugar de hacerlo tú, no se me habría pasado ninguno de esos besos que llevarías meses escamoteándome en los cuellos de las camisas. Hablo como las abuelas, lo sé, pero una mujer cornuda es más previsible que un telefilme de sobremesa.
–¿Estás segura de no quedarte con el iPod? –insiste ella.
Me pregunto por qué metiste en la bolsa la maquinilla eléctrica, el balón del Mundial, tu colección de cómics y no nuestras fotos con esos marcos tan chulos que comprábamos en los viajes. ¿No te gustaban las caracolas y las piedras de colores? ¿Por qué te dejaste nuestro playlist?
–Estará grabando otro con la nueva.
–¿A ti nunca te han abandonado? –pregunto a mi amiga tras comerme todas las lágrimas y los mocos del mundo.
–En cuanto los veo venir, los planto yo.
Cuando terminamos de embalar tus trastos, mi amiga sugiere una idea.
–¿Y si lo vendes todo en un mercadillo? ¡Mira esto!
Al poco estamos navegando por una web donde la gente hace limpieza general a costa de sus ex. ¿No sienten pudor al vender sus recuerdos? No solo no lo tienen, sino que soy una más cuando cuelgo una foto de tus gafas de esquiar y la cifra de 50 euros al lado. A continuación añado una de mis muchas direcciones de correo y a esperar.
Han pasado unos días en los que he tenido que bajar el precio de tus gafas –ahora son de otro–. Sin embargo, el iPod me lo han quitado de las manos. Reconozco que tiene su cosa este mercadillo virtual donde vender deja la satisfacción de quitarse de encima un peso muerto.
Además, he descubierto algún objeto interesante en su escaparate; sin ir más lejos, esta mañana he flipado con un jersey tirado de precio. Se trata de una prenda verde agua, amorosa, que me recordaba a uno que tú me regalaste una vez. He dejado un mensaje interesándome por él y acabo de ver que en mi bandeja de entrada parpadea la respuesta. Dice así: “Me alegra mucho que te guste porque a mí me parece un horror. Pertenecía a la ex de mi chico. Se lo trajo entre su ropa por equivocación y no lo queremos en casa. Si estás interesada, te lo dejo a la mitad”.