
Creo que fue Bigas Luna, un maestro en placeres, quien arriesgó que el gran invento del último siglo era el tanga. No llegará uno a decir tanto, pero ahí está la frase. Desde luego, invento es. Ya las nuevas mocedades, zona chicas, suelen traer un tatuaje y un tanga incorporados. El tanga no es un tongo, que diría Cabrera Infante, y el tanga está en la calle, pero también en las pasarelas, mayormente si la pasarela es un menú de Andrés Sardá, que es hoy el mago barroco de la lencería femenina. Sardá ha triunfado en la Pasarela Cibeles, que ahora tiene un nombre impronunciable, en inglés, y borda el tanga, que apenas admite bordado. Sardá ha cumplido como el artista mayor, y un poco caro, del ribete o espuma de la lujuria de la ropa interior de la mujer, que ya es ropero exterior. Tanga o no tanga. Esa es hoy la cuestión. Se me antoja que este surtido de tangas a la vista, tan promocionado por las modelos o famosas, por un lado, y por las particulares, por el otro, no es sino la celebración de la libertad misma, que a veces empieza o acaba en un trapo. El trapo es lenguaje. El tanga es un trapo adorable y una prenda íntima y última que aún resulta más deseable y elogiable si la censuran o critican. Porque hay mucho policía de la moral, obviamente.
En el show de la Pasarela Cibeles, y en otras pasarelas poco o nada profesionales, se ve que a las ninfas les ha dado por el vicio alegre del tanga, que reinventa el culo majestuoso y añade barroquismo de encaje al vaquero a lo Beyoncé, bajo de tiro, que es lo que se lleva. La mujer, famosa o no, no ha descubierto la ropa, sino que ha redescubierto el cuerpo, que es aún más importante y no pasa nunca de moda. Eso es lo mismo que practica Andrés Sardá, ese sabio. Quiero ver en el tanga como prenda exterior no solo un gesto de coquetería sino un empleo de rebeldía y provocación. Gran invento, maestro Bigas. Una delicia.