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El cura de Murcia que llegó en patera

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"Mi recibimiento aquí? Imagínate: ¡Un negro!” Kenneth Iloabuchi, 36 años, nigeriano y párroco de San Pedro del Pinatar (Murcia), rompe a reír. Su historia de “vida y muerte” es pura supervivencia con final feliz. “Sinceramente, nunca tuve ningún plan de venir a Europa. La idea surgió de un amigo que al acabar el instituto me propuso tratar de estudiar Derecho en Inglaterra”, cuenta Kenneth mientras abre la verja de acceso a la Iglesia de la Santísima Trinidad. Es primer viernes de mes y llega de pasar la mañana dando misa a domicilio; una apretada agenda de vecinos que, por enfermedad o edad avanzada, no pueden salir de casa.

A finales de 1997 Kenneth y su amigo aterrizaron en Rabat. Pretendían entrar legalmente en Europa. Venían de Lagos, la antigua capital de Nigeria. Allí les habían asegurado que en Marruecos podrían conseguir los visados. Sería el primero de una larga lista de engaños y estafas. El segundo fue que los viernes –día del rezo musulmán– era muy fácil cruzar la frontera con España. Nadie les dijo que la Guardia Civil los devolvería en caliente a suelo alauí, donde pasarían tres semanas encarcelados. Ni de que luego, una madrugada, serían abandonados por la policía marroquí en el desierto de Argelia, a merced del fuego de ambas guardias fronterizas, en constante alerta por terrorismo y con órdenes de disparar a matar, como así ocurrió. De los más de 60 inmigrantes que nunca fueron deportados a sus países de origen, como se les había dicho, solo una veintena alcanzaría un asentamiento ilegal. Para salir, sus familias tuvieron que enviar entre 500 y 600 dólares para pagar a un guía que les señalaría el camino de vuelta a Marruecos con la mano, pero sin acompañarlos. “Vivimos nueve meses como animales”, recuerda Kenneth. Después, tres semanas andando por un desierto en el que “no hacía falta escarbar para ver cadáveres tirados en el camino”, cuenta. Un día, un compañero de fatiga cayó frente a él, desplomado: “Murió al instante”. Otro mes cruzando el Atlas de nuevo; también a pie, también de noche. Y de postre, otros dos años más de espera, escondido en la indigencia de Tánger. Casi tres años en los que nadie suele advertir a nadie de que las desgracias nunca vienen solas.

“Nos dijeron que la única manera de salir de allí era cruzar el Estrecho. La persona que ha visto mucho sufrimiento ya no tiene miedo. No es que no sepan el peligro que conlleva este viaje. Si tú te quedas allí, sabes que te espera la muerte. Por eso un día fui a la playa a ver las olas. Y tomé la decisión de cruzar sí o sí”, dice Kenneth. La noche en la que las mafias les dieron luz verde, partieron de Marruecos dos pateras. Una con 132 inmigrantes y la de Kenneth, con 98. “Nadie te dice que la costa de Marruecos es Mediterráneo; el centro, Atlántico; y la costa española, otra vez Mediterráneo. Una vez metido en la patera no ves más que agua. A las cinco horas, ya en el Atlántico, el motor de la otra patera se paró. Intentamos animarles. Ellos lloraban. Y de repente… vino una ola y se hundieron. Ni siquiera podías salvar una sola vida. Durante unos segundos vimos las manos de la gente chapotear, sus cabezas, pero de pronto todo se apagó, se fue la luz, como en una película. Murieron todos. Ese fue el momento más duro de mi vida”, asegura. 

Al amanecer, los ocupantes de la otra patera fueron rescatados por la Guardia Civil en Tarifa (Cádiz) y trasladados a la cercana Algeciras. Tras ser detenidos, el juez los liberó. Tenían 48 horas para salir de España. “Yo huí”, relata Kenneth.

Hasta que consiguió su permiso de residencia, Kenneth trabajó de ilegal en el campo almeriense. Luego en Murcia. Recogiendo alcachofas y limones. O como mozo de carga. “Un día me llamó mi madre y me preguntó si iba a la iglesia. ¡Y tuve que mentir! Le confesé que me costaba. No entendía nada del idioma. Me respondió que allí estaba mi fe y que pasase lo que pasase tenía que entrar a la iglesia”. Aquel domingo, rememora, había un sacerdote ya mayor dando misa: “La iglesia estaba repleta de gente y me llamó al altar. Me preguntó si hablaba español y le indiqué que no. Me dijo que la iglesia es universal y me pidió que rezara en mi dialecto, cosa que sí entendí”. Aún pasaría mucho tiempo hasta descubrir la vocación. | Sigue leyendo.


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