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El desconocido

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La primera que se percató fue la chica del ático. Como quiere correr la San Silvestre, se pasa la vida entrenando a cualquier hora.

–Hay un tipo raro en un coche. Échele un vistazo, por favor –sugirió al portero, resuelta a subir los seis pisos al trote.

El empleado tiene un ojo tan alegre que lo clavó en su trasero hasta que lo perdió de vista. “No me extraña que te mire, morena, si lo tuyo es una bendición”, rumió mientras organizaba el correo. Al cabo de dos minutos se le habían olvidado las nalgas y el encargo; el tipo muestra buena voluntad, pero le puede la indolencia.

Esa misma tarde, la suegra del abogado del bajo, que pasaba unos días con su hija, se plantó en la verja de la urbanización oteando calle arriba donde estaba aparcado el vehículo.

–¿Qué hace ese tío? –preguntó a una filipina que paseaba un perrito por la acera.

–Mí no sabel.

–¿Usted vive aquí o no?

–Mí no sabel.

–Desde luego, el servicio es cada vez más desastroso.

–Mí tampoco sabel eso.

Mí cogió el yorkshire y desapareció tras las adelfas de la entrada. La suegra, escamada, planteó su inquietud durante la cena y fue su yerno quien asumió la tarea de indagar si el individuo permanecía merodeando por los alrededores al día siguiente, a pesar de estimarlo poco probable. En la mañana lo recordó cuando su todoterreno había enfilado la M-40, de modo que marcó el teléfono de su casa.

–Sabía que te olvidarías –reprochó su mujer–. Pues ahí está. Madrugador que es el hombre.

–Llama a la policía ahora mismo.

–¿Por qué? ¿Qué mal hace? A lo mejor es un detective privado tras la pista de unos cuernos. O un inspector de Hacienda a la caza del infractor escurridizo. Cuando se aburra se irá.

Su persuasión terminó convenciéndole. Se dijo que cada vez era peor pensado y descargó la culpa en sus desamparados clientes, quienes terminaban haciéndole desconfiar de todo quisqui. Ese mediodía los recién casados del tercero aceptaron el envío del supermercado tras asomarse a la terraza porque les fallaba el telefonillo y el portero estaba desaparecido.

–¿Te has fijado en ese coche? ¿El granate? –comentó la chica–. Juraría que ayer estaba en el mismo sitio y con el conductor dentro.

–Será que llega a estas horas a comer.

Pasados quince minutos ella se asomó a la terraza y arrugando la frente confirmó que el hombre continuaba en idéntica posición. No habló nada; a lo largo de la tarde repitió la acción hasta que antes de meterse en la cama se plantó frente a su marido y soltó: “No tiene adónde ir”.

–¿Quién?

–El vagabundo del coche.

–Los vagabundos no tienen coche.

–Lo que no tienen es casa. Ese hombre carece de ella. ¿Y si se asfixia con la calefacción? Hay que ayudarle.

–No seas boba, ya se habrá ido.

–¡¡No!! Mira, sigue ahí.

Pasaban las doce cuando el matrimonio se enfundó un abrigo y se lanzó a la calle a esperar el coche patrulla. De camino se cruzaron con la chica del footing. “Habéis hecho genial en llamar a la policía”, secundó ella.

Fueron los agentes quienes leyeron el mensaje, y aseguraron que algunos enamorados son así de persistentes: “Montse, si crees que puedes olvidarte de mí, vas lista. Aquí me tienes en silicona, ya que en carne me desprecias”.

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