
No imaginó nunca nada peor que estar esperándola una vida, y cuando creía que era su oportunidad, ella le presentara al hombre de la suya.
Fue en la cena de Navidad de la empresa, rodeados de compañeros achispados y con restos de papel de envoltorio cubriendo como pieles viejas el suelo del restaurante donde habían abierto ya los regalos de sus amigos invisibles.
A él siempre le pareció un gasto de tiempo y dinero que aceptaba a regañadientes, menos esta vez, porque apenas desplegó la nota que acababa de extraer del cubretiestos de Maruchi –quien año tras año se encargaba de organizar las convivencias navideñas– y leyó el amado nombre en él, sintió que el cosmos le enviaba una señal. También era mala suerte que en diez años no le hubiera tocado ella y sí la mayoría de sus vecinos de mesa, a los que, en silencio, detestaba.
–¿A ver? –preguntó Maruchi tratando de asomarse al papelito–. Dime por lo menos si es chico o chica.
–Neutro, como la planta que tienes sobre la mesa.
–Es un Epipremnum aureum. Y es macho.
–¿Machorro como tú?
–Desagradable eres. Si me hubieses tocado, te regalaría un cactus.
Como cada diciembre, las condiciones del amigo invisible pendían del corcho de anuncios junto al número de la lotería al que eran abonados. Veinte euros, lo uno y lo otro; y los topes se respetaban, porque casi nadie adquiría más de un décimo ni se excedía en generosidad.
Él sí lo haría. A esa mujer menuda de ojos líquidos y piel transparente cuya boca anhelaba morder pensaba hacerle un regalo del que no se olvidaría jamás. Antes de decidirse recorrió boutiques, zapaterías, bombonerías y perfumerías carísimas, pero todo se le hacía poco. Se conocía sus gustos de memoria: su predilección por los bolsos grandes y desmadejados, por la bisutería étnica, por los libros encuadernados en piel. Saboreaba su aroma a almendra amarga como un dulce diario. Al final optó por algún objeto que pudiera llevar siempre consigo y se decantó por una joya.
–La mujer es discreta a la par que elegante –soltó una frase hecha porque era la primera vez que regalaba una alhaja e ignoraba el protocolo.
–¿Un colgante? ¿Unos pendientes con un toque de luz?
El hombre miró alrededor desbordado, hasta que posó su vista en un aro en oro blanco con una pieza minúscula en el centro.
–¡Eso!
Ya se lo advirtió el joyero según le informaba del precio, pero él estaba emperrado. Lo quería aunque significara empeñar sus ahorros; imaginar su carita de sorpresa le compensaba.
La noche en que ella deshizo el paquete y se topó con la joya buscó a su pareja, a quien acaba de presentar a sus compañeros de trabajo, y le preguntó si ese anillo de compromiso era idea suya. El hombre lo negó y ella exclamó: “Ah, será de bisutería entonces, es que brilla tanto… ¡Gracias a quien me lo haya regalado!”.
–¡Qué lista! –soltó Maruchi–. Tú lo quieres todo. Si ya te ha tocado la lotería con tu novio, que para eso es lotero.
Y todos se echaron a reír, menos él.
Creía que nunca imaginaría nada peor que estar esperándola una vida, y cuando creía que era su oportunidad, ella le presentara al hombre de la suya, pero se equivocaba. Lo peor es que él vendiese en su administración el Gordo de Navidad.