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El amor y la ceja

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A VECES cometemos el error de creer que el amor es un sentimiento de un lirismo tan exacerbado que solo está al alcance de las personas más sensibles de esta sociedad, pero lo cierto es que el amor –o algo parecido– es un sentimiento transversal que experimentan –aunque no de la misma manera– todos los seres que pueblan la tierra, a excepción, tal vez, de los asexuados y de los desalmados (que existen, tanto unos como otros, aunque hagan todo lo posible por pasar desapercibidos). Hablando en plata, el amor está al alcance de cualquier tarugo. Y de demostrarlo se encarga cada semana –mejor dicho, prácticamente cada noche– el programa de televisión First dates, que emite Cuatro y presenta el gran Carlos Sobera.

FIRST DATES ha cosechado un éxito inmediato, y no es de extrañar, pues ejerce igual fascinación sobre las mentes simples que se identifican con los participantes en el programa y sobre los observadores fatalistas de la existencia, que tal vez creyeron alguna vez que el amor era coto cerrado de las almas sensibles y ahora comprueban que también está a disposición de personas de escasas luces o, directamente, de analfabetos funcionales. First dates nos demuestra que no hace falta haber leído a Verlaine o a Baudelaire para experimentar el más genuino amor, que basta con algo de Paulo Coelho o, directamente, con no haber leído nada de nada. A veces no queda muy claro dónde termina la búsqueda del amor y empieza la del sexo, la diversión o la simple compañía, pero da lo mismo: a First dates acude gente que se siente sola y quiere dejar de estarlo. Para eso, me dirán ustedes, ya se habían inventado las agencias matrimoniales y las webs de contactos, y tendrán razón, pero First dates aporta un detalle fundamental en los tiempos que corren: aquí el amor –o la más lamentable falta de química, que abunda en el programa– tiene lugar prácticamente en directo, y al ser emitido por televisión, es como más de verdad que si solo se enterasen los interesados. Hace años que la tele es el nuevo confesionario, y el presentador, el nuevo cura. Hace años que lo que no sale por televisión no existe. O, en el caso del amor, puede que sí exista, pero si no se entera nadie, ¿qué gracia tiene?

EN FIRST DATES hay un cura de primera: Carlos Sobera, más cercano a Maupassant que a Lamartine. El hombre adopta una actitud admirable, que es la misma que ha lucido en programas anteriores y que podría definirse como de un fatalismo amable que huye del entusiasmo gratuito y, al mismo tiempo, de un tono cenizo que no redundaría precisamente en beneficio de la propuesta. Sobera acude al restaurante de First dates, ¡y ahí está su gracia!, como el entomólogo se inclina sobre su microscopio o como el que va al zoo a ver qué hacen los leones o de qué humor se han despertado esa mañana los lémures. Aparece con la ceja arqueada, que es su imagen de marca y resulta especialmente pertinente en un programa de estas características. Sabe que va a presenciar una serie de desastres sentimentales capaz de deprimir a cualquiera, que va a asistir a encuentros imposibles entre seres humanos que nada tienen que ver unos con otros, que el amor es aquí un eufemismo para el aburrimiento o la desesperación…Y no es que le dé igual, ya que Sobera es un buen chico, de eso estamos todos seguros, pero tampoco está por dramatizar y sabe que lo suyo es, simplemente, un trabajo, como el del empleado de una morgue o el del fotógrafo de bodas y bautizos: alguien tiene que meter a los difuntos en su cajón metálico y alguien tiene que retratar a los que nacen y se casan. Puede que el de la morgue hubiese preferido tener otro trabajo. Y que el fotógrafo de bodas y bautizos deseara de joven convertirse en el nuevo Richard Avedon. Pero también Sobera, cuando fundó la compañía teatral La Espuela en su Bilbao natal –el hombre es de Barakaldo, cosecha del 60–, debió pensar que se ganaría la vida como actor. Y aunque así ha sido en parte, lo cierto es que todo el mundo lo conoce por su faceta de presentador fatalista con la ceja perennemente arqueada; un cargo, todo hay que decirlo, que ha ejercido siempre con la mayor dignidad, sin simular entusiasmos tontilocos ni deprimir con su presencia al concursante.

CARLOS SOBERA es el único presentador –después de la inolvidable Carmen Sevilla– que se ha encargado de las campanadas de fin de año en TVE, Tele 5 y Antena 3. Por esas injusticias de la vida, todos tenemos relacionadas las campanadas de marras con Ramón García, pero Sobera las ha presentado en todas las cadenas, públicas y privadas. Sin capa de Casa Seseña, pero con la ceja convenientemente enarcada: si duda mucho de que nazca el amor verdadero en un programa de televisión, ¿qué ilusiones se va a hacer sobre el año que comienza? En ese sentido, Sobera es el alumno más aventajado del difunto Jesús Puente, otro actor que acabó metido a presentador televisivo y que tuvo que pechar con el personal que frecuentaba los shows de las teles privadas al principio de estas, aquella gente que soltaba las mayores burradas y exhibía sus más deprimentes intimidades al desinhibido grito de ¡¡¡Que se entere toda España!!! Proveniente del pacato franquismo, bajo el que se había visto obligado a desarrollar toda su notable carrera, el pobre Jesús Puente pasaba mucho apuro ante el ganado que le caía encima, y a menudo ponía cara de desear estar en cualquier otro lugar en el que no tuviese que bregar con señoras que explicaban entre carcajadas que la otra tarde se mearon en el ascensor o que el pesado de su marido llevaba meses empeñado en darles por el culo (extremos estos que no me invento, pues se dieron en Su media naranja o algún otro programa presentado por el sufrido señor Puente).

TAMBIÉN SOBERA se pasma ante la gente que se le presenta en el restaurante en busca del amor. Y nadie podría reprocharle que los tratase a patadas o se riera en sus narices, pero eso es algo que nunca sucederá porque no se compadecería con el fatalismo humanitario de nuestro hombre, que se limita a observar a todos esos infelices que caminan hacia el cadalso –que aquí se presenta en forma de mesa de restaurante– y a arquear una ceja ante lo que considera una debilidad humana tan comprensible como carente de interés. A Carlos Sobera nada de lo humano le es ajeno. También podríamos decir que nada de lo humano le es ameno. Como el cura y el verdugo, Sobera cumple con su deber. Y como dicen los anglosajones, es un trabajo duro, pero alguien tiene que hacerlo.

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