
En 1980, cuando Jordi Pujol dio comienzo a su reinado de casi cinco lustros en su amada Cataluña, su hijo y heredero político Oriol tenía tan solo 14 años, una edad muy adecuada para empezar a tomar posiciones cuando tu padre es el amo del cortijo. Tras estudiar Veterinaria –una carrera muy adecuada para entender el alma de los nacionalistas, el joven Oriol hizo unos cursos de administración de empresas –¿qué es un país, sino una empresa más o menos grande, verdad?–, entró en la Generalitat –en su caso, la empresa familiar– y se puso a medrar con la ayuda de papá, que ya debía de tener en la cabeza esa dinastía de corte norcoreano tan pinturera que ahora peligra por un quítame allá esas ITV. Que tu juventud transcurra en un entorno controlado por tu padre y sus amigotes es algo que a la fuerza debe marcar tu carácter. Para entendernos: papá es el puto amo, el padre de la patria, el líder espiritual; pululan a su alrededor todo tipo de sicofantes, tiralevitas, arribistas, patriotas por convicción o conveniencia y el inevitable cura de referencia que nunca falta en ambientes nacionalistas: el general Franco también gustaba de rodearse de destacados miembros de la clerigalla, como el oximorónico padre Sobrino, confesor de doña Carmen cuyas apariciones en televisión todavía revivo, muy a mi pesar, en ciertas pesadillas. En el caso de Pujol, el cura de marras era Josep Maria Ballarín, autor del celebrado best seller autobiográfico Mossen Tronxo y presencia habitual durante años en TV3, la televisión del régimen, donde cumplía las mismas funciones que el inolvidable El Séneca de José María Pemán: largar las verdades del barquero como si fuesen perlas de sabiduría popular.
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