
Recuerdo aquí, para ella, la iluminación del poeta: “Nadie dudó de su mágica hermosura, pero sí de su existencia”. Lo recuerdo, para darle matiz o réplica al verso, porque de la existencia de la mágica hermosura de Blanca Estrada no dudó nadie. Como que, encima, hay fotos. Aquí está, cuando decía que no era ángel ni demonio, con 27 años candeales, y después de casarse a los 20 para separarse antes de cumplir los 21. Los bachilleres del momento, y otros, no tendrán ni idea de quién es Blanca Estrada, aunque quizá sí les suene Susana Estrada, el pubis principal del destape, que era su prima, por cierto. Pero yo les doy aquí deprisa un par de datos de orientación. Blanca fue azafata del Un, dos, tres..., primera temporada, donde aprendimos los de mi generación, hoy ya en el despeñadero de los cuarenta y muchos tacos, qué suculenta cosa es una minifalda. Las chicas del Un, dos,tres..., como Blanca, usaban minifalda, pero sin minifalda, en rigor, de abreviada que era la prenda emocionante. Una delicia. Una nostalgia. Ahí empezó su carrera de guapa casi sobrenatural Blanca Estrada, que tenía lámina de sueca inapelable, solo que nació en Asturias. Estaba buenísima, y le tocó hacer cine del malo, que era lo de la época. O sea, el cine de ahorrar en vestuario. La descubrió Chicho Ibáñez Serrador, a quien tanto debemos los erotómanos, y luego le echó el lazo para algún otro programa de tele Valerio Lazarov, que tampoco tenía mal ojo. Fue luego cuando vino todo ese cine de “desnudarse por exigencias del guión”, entre otras cosas porque guión había poco, o ninguno. La propia Blanca, de su filmografía nutrida, solo salvaba El libro del buen amor, Dios bendiga cada rincón de esta casa y Mariana Pineda. Hizo cine de mucha lencería sin lencería, y fue una guapa radiante del momento. Porque fue. Quiero decir que existió. Los ojos tenían un azul inédito y el cuerpo la tentación de un oro vivo. Qué mujer, coño, qué mujeres daba la tele aquella, previa a la cirugía estética y las muñequitas de Gran Hermano.