
Cuando vieron que las líneas se sonrosaban, exclamaron que sabrían a fresa, seguro, de haber podido deslizar la lengua por ellas. Que olían a rosas y lucían como una puesta de sol. Natural, aquel fue de esa clase de momentos que se guardan en la memoria para confeccionar un libro de recuerdos.
–¿A quién se lo decimos primero?
–preguntó nerviosa.
–A tu madre, se alegrará tanto…
–respondió él sujetando un nudo en la garganta.
–Te estás emocionando. Si lloras, me vendré abajo y no podré hablar.
–Mejor vente arriba –ironizó–. ¿Y quién no lloraría en mi caso?
–También es verdad.
Ella tomó el móvil y empezó a pasearse por el salón de izquierda a derecha mientras aguardaba que alguien respondiera al otro lado.
–Mamá. ¡Estoy embarazada!
A continuación el hombre sintió que sobraba, de modo que se marchó a la cocina, abrió una lata de cerveza y se bebió el líquido dando rienda suelta a los gases y a los sollozos. Cualquier hombre hubiera llorado de emoción pero él, además, lo hacía por envidia.
A partir de la noticia las semanas empezaron a transcurrir lentas y en horizontal; cargadas de nuevas rutinas en las que su mujer encontraba siempre alicientes: controlar su peso, hallar una estría en la barriga, un sonido desconocido, alguna presión que denotase una patada o un suspiro del bebé. Cuando la veía acariciándose el vientre, él corría a su lado para deslizar la mano también, a la espera de una réplica que no llegaba nunca.
–¿Por qué no responde cuando le estimulo yo?
–Los bebés reaccionan poco a poco. Será pronto.
No necesitaba leer sesudos tratados para entender que la gestación es un monopolio femenino en el que los hombres pueden ser sacrificados. Por eso desde niño su instinto de paternidad maduró de una forma obsesiva, hasta el punto de que él hubiera preferido esas muñecas que su hermana acunaba cada sábado, cuando sus padres les daban vía libre para el juego, antes que los desmontables de Playmobil. ¿Para qué quería ese fuerte cargado de indios si no había dormitorios infantiles dentro?
Después, en el instituto, fue eligiendo sus amistades en función de que tuvieran hermanos pequeños, aún mejor bebés recién nacidos, a los que miraba ensimismado sin atreverse a tocarlos. Una vez confió a su mejor amigo que su sueño era tener algún día entre sus brazos a un hijo suyo y que, yendo más lejos, no imaginaba nada más hermoso que llevarlo dentro. Se le escapó, convencido de que aquel chico tan emotivo pensaba como él; el chaval, como respuesta, le comió la boca. “Sabía que sentías lo mismo que yo”, confesó; en cambio él escupió al suelo antes de escapar como un fugitivo.
Aquel día entendió que sería inútil verbalizar su anhelo: los hombres lo interpretarían en clave sexual, y las mujeres lo juzgarían una debilidad. Ni siquiera se atrevió a decírselo a su esposa. Sí había expuesto que el mayor logro de una pareja pasaba por un hijo, que era un síntoma de amor y el más sólido de sus compromisos. Pero ¿cómo le explicaba que sus deseos de sentir al niño en la barriga le llevaban a probarse su ropa interior o esos vestidos que rellenaba con los cojines del sofá?
No, de esas cosas mejor ni palabra.
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