
Lunes. Los Reyes Magos me trajeron un caleidoscopio que en vez de jugar con papelitos de colores juega con la realidad. He ahí un tubo en uno de cuyos extremos aparece una especie de ojo de mosca de cristal, con cientos de facetas que descomponen lo que miras, trátese de artefactos, bestias, hombres o mujeres, que diría Serrat. Sé cómo funciona el azar en los caleidoscopios tradicionales, pero no en este. Tal vez en este solo hay necesidad. Lo he colocado junto al ordenador y de vez en cuando, para descansar, me acerco a su agujero negro y veo lo que veo. Luego me pregunto cómo sería una escritura caleidoscópica y en qué género funcionaría mejor. Me temo que en la poesía.
Martes. Me llama un amigo ludópata para pedirme dinero prestado. Noto enseguida, por los ruidos que acompañan a sus palabras, que me habla desde el cuarto de baño de su casa, o, lo que sería peor, desde unos servicios públicos. Al principio pienso que se ha escondido allí para que su mujer no se entere de que anda en apuros (vete a saber dónde ha apostado por última vez), pero luego advierto que lo hace, simplemente, por falta de respeto. Me doy cuenta cuando tira de la cadena y escucho caer el torrente de agua.
–¿Me estás hablando desde un cuarto de baño? –le pregunto.
–Sí –dice con naturalidad.
–¿Y no te das cuenta de que es una cochinada pedir dinero prestado a un amigo mientras haces tus cosas?
–No había caído –dice subiéndose los pantalones, o eso supongo desde el otro lado.
Me habría apetecido decirle que pidiera el dinero a su madre, pero me limito a negárselo con la excusa de que también yo ando en dificultades. Después de colgar, corro al cuarto de baño a limpiar mi móvil con una toallita húmeda y a lavarme las manos.
Miércoles. Cada vez que leo que sube la luz (y sube cada día), me salen granos. ¿Durante cuánto tiempo puede continuar subiendo sin que nadie se queme a lo bonzo ante la puerta giratoria de una empresa eléctrica? Quémate tú, dirán algunos. Me quemaría si fuera un diputado del Gobierno o de la oposición, o un concejal del Ayuntamiento, o un vicepresidente de la Comunidad. Me quemaría incluso si fuera el secretario general de un sindicato, sobre todo si se tratara de un sindicato de clase. Pero soy un particular. Si los particulares empezamos a hacer el trabajo de los representantes de las instituciones, apaga (nunca mejor dicho) y vámonos.
Jueves. Me llama mi amigo el ludópata, esta vez desde la planta de caballeros de unos grandes almacenes. Lo sé por los anuncios de la megafonía. Me pregunta irónicamente si puede llamarme desde ahí.
–A condición de que no te estés masturbando en un probador –le digo.
–Qué va –dice–, estoy haciendo tiempo.
–Tiempo para qué.
–Para ir al casino a recuperar las pérdidas de la semana pasada. Si me dejas quinientos euros, mañana te devuelvo seiscientos. Noto que hoy es mi día.
Lleva siendo su día desde que comenzó a jugar, pero ha arruinado a su abuela y a su madre, viuda, además de deber dinero a todos los amigos. Como los grandes almacenes desde los que me llama caen cerca de mi casa, me echo el abrigo encima y acudo en su rescate. Se encuentra, en efecto, en la planta de caballeros, comprobando los precios de las chaquetas. Cuando viene a darme la mano, me acuerdo de su anterior llamada, desde el cuarto de baño, y la evito. Lo conduzco a la cafetería, pido un par de copas y le echo un sermón. El hombre me escucha compungido y al final me pide que lo acompañe al casino para comprobar que no gasta más de 500 euros.
–Cuando los pierda, nos vamos –dice.
Lo veo tan apurado que cogemos el coche y nos dirigimos juntos al casino. En la ruleta, jugando al rojo, doblamos el dinero nada más entrar.
–Me das suerte –dice.
Volvemos a apostar, ahora a impar, y doblamos de nuevo. Yo jamás había jugado, no pensé que fuera tan sencillo. En media hora, tras un par de pequeñas pérdidas, hemos triplicado el capital. Mi amigo sugiere que salgamos de allí y repartamos las ganancias. Está dispuesto a reformarse. Lo llevo a su casa, vuelvo solo al casino y pierdo hasta la camisa. | Sigue leyendo.