
Lunes. A la hora de comer, me acerco a comprar unos polos de manga corta porque el calor aprieta. Los grandes almacenes están vacíos, de modo que paseo sin agobios entre los pasillos de ropa. Me asombra la cantidad de colores y de precios de los que dispone el consumidor. Ya me asombré el año pasado, y el anterior, pero hay asombros de los que me olvido enseguida. A medida que uno se hace mayor, recuerda con mayor nitidez los asombros de la infancia que los de la semana pasada. Al fin, elijo los más económicos (35 euros) y los de colores más discretos (negro, gris, verde pistacho). Ya que estoy, compro también dos pares de pantalones vaqueros de tela fina, para que pase el fresco, y tres pares de calcetines de algodón, sin poliamidas, porque las poliamidas me producen prurito. Podría haber dicho picor, pero digo prurito, que es lo que pone en los prospectos de las medicinas a cuya lectura soy adicto. Al abandonar los grandes almacenes, me acerco a la farmacia a por una crema hidratante que anuncian en la tele, y me dicen que la hay de tres clases: de uso diario, calmante y regenerativa. Yo quiero que me calme, desde luego, pero que me calme todos los días. Y que me regenere. Frente a las dudas, me llevo las tres para mezclarlas. Tras la farmacia, me acerco a la tienda de los chinos porque hoy no me había pasado todavía, y el chino me dice que tiene una cerveza artesana buenísima. Me llevo dos botellas y un paquete de pistachos, para el telediario.
Martes. Me piden de un periódico una frase sobre la experiencia de firmar en la Feria del Libro. Les digo que cuando yo era pequeño y mi madre me mandaba a la tienda de ultramarinos a comprar un cuarto de galletas hojaldradas y doscientos gramos de chóped, sentía fascinación por el dependiente con su bata gris. Creía que haber llegado al otro lado del mostrador era haber llegado. Todo lo que he hecho en la vida tenía que ver con el deseo de llegar a ese lado. Y ahí estoy, solo que en lugar de cortar el bacalao, como hacía aquel dependiente, vendo libros. Por cierto, que la primera vez que fui a por galletas hojaldradas pedí “galletas engendradas”. Galletas engendradas de Cuétara, para ser más precisos. En la tienda se rieron mucho, pero tardé en averiguar por qué.
Miércoles. Le digo a mi psicoanalista que me arrepiento de no haber adelgazado y ella me dice que quizá debería arrepentirme de haber engordado.
–¿Siempre me tiene que llevar la contraria? –le pregunto.
–¿Está seguro de que le llevo la contraria? –me responde.
Sigo a lo mío, verbalizando el desasosiego que me produce no haber adelgazado nada desde Semana Santa, que fue cuando me lo propuse.
–¿Por qué se lo propuso en Semana Santa?
–pregunta.
–Porque me acordé de los 40 días de ayuno de Jesucristo.
–¿Se está comparando con Jesucristo?
No contesto, pero espero que no, que no me esté comparando con Jesucristo. O quizá sí, no sé. Lo evidente es que si continúo diciendo lo que pienso acabaré crucificado por una interpretación de esta mujer implacable. Permanezco en silencio, pues, el resto de la sesión y al abandonar la consulta me acerco a una librería cercana donde compro El Evangelio según Jesucristo, la novela de Saramago que no leí en su día y que, más que una novela, es una biografía.
Jueves. El libro de Saramago es absorbente, de manera que me paso el día colgado de sus páginas. Cuando se publicó, tacharon a su autor de blasfemo. Creo que fue una de las razones por las que el portugués se vino a vivir a España. ¿Que si me identifico con el Cristo de Saramago? En cierto modo, sí. Yo me identifico con casi todo lo que leo. Leo para eso, para identificarme, porque tengo un déficit de identidad. Nunca le he hablado a mi psicoanalista de este déficit, que es también el que me obliga a escribir. Leo y escribo porque tengo más de tú que de yo. Soy un tú cualquiera, a veces un usted y, con suerte, un nosotros. Pero un yo, lo que se dice un yo como Dios manda, no lo he sido nunca. Me parece que esto explica muchas cosas.
Viernes. Reunión de vecinos en la que rindo cuentas de mi mandato. Fin. | Sigue leyendo.