
El móvil asemeja una cerradura a través de la que se cuela un haz de luz, la hoja de una puerta a medio abrir. Una caja de caudales sin llave olvidada en mitad de un aparador. “Se lo ha dejado”, piensa la mujer, y durante un instante resuelve tomar el suyo y marcar la oficina para que alguien le avise de que no lo ha perdido, aunque desiste de hacerlo. Si desvela que lo ha encontrado, él sospechará que lo ha curioseado; los hombres –el suyo desde luego– son desconfiados cuando se trata de sus cosas. “Sus cosas”, repite para sí. Hubo un tiempo en su matrimonio en que no existían los posesivos.
Qué curioso que en un mundo globalizado unos cuantos se empeñen en levantar muros. La política siempre se cuela en lo doméstico. A él le gusta polemizar, lo que le obliga a seguir unos informativos que a ella le aburren soberanamente. Él es más de periódicos que de libros, y de cine que de teatro. Los melodramas le parecen pretenciosos porque destilan tanta impostación que le provocan risa, asegura. A ella le apasionan.
De repente distingue la luz de una llamada. El terminal está silenciado y puede que sea él porque cuando no hallamos el móvil, marcamos su número con insistencia. De cerca el aparato se ve viejo. “Tiene que cambiarlo –se dice–. Quizá debería de regalarle uno nuevo por su cumpleaños”. Un día, hace muchos años, durante los primeros pactos que suscribieron convencidos de que los acuerdos vacunarían su unión de los peligros que acechan a las parejas, se juraron no violentar la privacidad del otro: no abrir cartas, ni correos electrónicos… ni teléfonos. Tan a rajatabla lo ha cumplido que juraría no haberlo tenido nunca entre sus manos. Sus dedos planean sobre el aparato hasta que acopia valor y lo da la vuelta, entonces lee ‘La Biblioteca’ llamada entrante.
Seguro que si hubiera leído Irina Shayk, no le hubiera sorprendido tanto. ¿Desde cuándo su marido va a la biblioteca? Está convencida de que no pisa una desde el instituto. Al terminar la llamada aparece en la pantalla el rastro de cuatro perdidas y no se resiste a averiguar a quien pertenecen. Es consciente de transgredir una norma hasta entonces inamovible, abriendo la puerta de un cuarto incierto, pero no puede evitarlo. La curiosidad es un amarre de mil nudos que tira de ella sin resistencia. Las cuatro pertenecen a La Biblioteca.
Se sienta en la mesa del comedor mientras una ola de ternura asciende de pies a cabeza; su marido oculta su afición a la lectura como quien tapa las lágrimas ante un anciano desvalido o un niño abandonado, no quiere mostrar su sensibilidad y prefiere aparentar la entereza de un hombre ocupado de asuntos “mayores”. ¿Acaso se es más hombre por encenderse ante el referéndum del 1-O que por leer a Ángel González? Ahora le quiere más que nunca y si tuviera el teléfono junto a él se lo diría, pero se lo traga igual que él sus aficiones.
Mientras tanto, el hombre acaba de desembarcar en la oficina ansioso porque ha recordado por fin dónde ha dejado el móvil. Abre el ordenador, busca en Google el número de ‘La Biblioteca’ y lo marca.
–”La Biblioteca al habla, el lugar donde las mujeres son libros abiertos para un hombre. ¿Quién eres tú, mi amol?”. | Sigue leyendo.