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Channel: Revista Interviu
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Hoy no haré nada

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Lunes. En la sala de espera del médico (me duele la garganta) hay una mujer con el brazo derecho más corto que el izquierdo. No mucho más: un palmo. Pese a ello, se trata de un brazo perfecto, reducido, sí, pero sin ninguna de las malformaciones que suelen acompañar a esta condición. He observado con disimulo sus articulaciones, su mano, los dedos de su mano… Pasados unos minutos, me doy cuenta de que el brazo anormal es el izquierdo, el largo. En efecto, carece del juego de la muñeca y los dedos meñique, anular, corazón e índice forman una masa indiferenciada. Me pregunto por el automatismo que me llevó a decidir, sin más, que el brazo bueno era el largo. Un prejuicio acerca de lo corto, sin duda. Por otra parte, si lo piensas, cada uno de los brazos, en su estilo, podría haber sido normal. Pensemos en dos gemelos de distinta estatura. ¿Diríamos que el fallo simétrico era del bajo? Seguramente sí. Qué mierda.

Martes. Ayer, después de auscultarme y examinarme sin pasión la garganta, el médico me dijo que había perdido la fe en sí mismo.

—¿Y eso? –pregunté poniéndome de nuevo la camisa.

—No creo en mis diagnósticos, ni en mis tratamientos. Juanjo, no te fíes de mí.

—¿Pero tengo placas o no?

—Tienes la mucosa enrojecida, pero sin pus. Yo no tomaría antibióticos aún. Pero no me hagas mucho caso.

Mi médico sufre depresiones, me gusta por eso, su debilidad es mi fortaleza. Salí de la consulta lleno de optimismo, como si me hubiera tomado un gin-tonic.

Miércoles. Hay en la tele un canal curioso, de nombre Xplora, en el que suelo ver un programa que se llama El jefe. Consiste en que el dueño de una empresa finge ser un trabajador de la misma. Normalmente, se coloca en los puestos más bajos, sin que ninguno de los empleados conozca su verdadera identidad. De este modo, conoce la opinión que tienen de la empresa y averigua, a través de las confidencias que le hacen, cómo es la vida de la gente que curra para él. Resulta muy aleccionador, como si Dios bajara de incógnito a la Tierra y se mezclara con nosotros. Bueno, Dios, según los católicos, ya bajó, y con resultados catastróficos: nos lo cargamos. En El jefe no se ha dado todavía el caso de que hayan crucificado a ningún patrón. Pero yo no dejo de verlo, por si sucediera.

Jueves. Hoy no haré nada, nada, nada, nada, nada, nada. Se trata de una decisión que he tomado, o por la que he sido tomado, durante el desayuno. No voy a hacer nada, me he dicho. Me sentaré a la mesa de trabajo, encenderé el ordenador, y no haré nada, ni leer, ni escribir ni meterme el dedo en la nariz. Tampoco pensaré, al menos no intentaré dirigir mis pensamientos. Dejaré que las horas pasen en la más completa inactividad. Observaré con imparcialidad, sin juzgarlo, por atroz que resulte, todo aquello que pase involuntariamente por la cabeza y, si me entra el sueño, daré una cabezada. Es un experimento, me digo, tengo derecho a experimentar conmigo mismo.

Al poco de no estar haciendo nada, siento frío. Me levanto con pereza de la silla, toco el radiador y está helado. Me acerco al cuarto de la caldera y está medio inundado. El acumulador de agua se ha roto. Me entra, de súbito, un ataque de actividad. Recojo con la fregona el agua del suelo y telefoneo al servicio de asistencia. Me dicen que no podrán venir hasta mañana.

—Pero estoy sin agua caliente y sin calefacción –señalo con angustia.

—Ya, pero tenemos mucha demanda.

Vendrán mañana, pues. Corro a la ferretería y compro un calefactor eléctrico pequeño. Paso el resto del día con los pies pegados al calefactor, de cuyas ranuras sale un hilillo de calor insuficiente para combatir el frío ambiental. Mi casa se enfría a una velocidad de vértigo.

Viernes. A media mañana aparece el técnico de la caldera. Le recibo con el abrigo puesto.

—¿Va usted a salir? –me pregunta sin ironía.

El diagnóstico es malo, muy malo. Se ha picado la cubeta, o algo así.

—Pero si solo tiene seis años –me quejo.

—¿Y qué quiere?

Total, cuatrocientos euros del ala y mi proyecto zen, al carajo.

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