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El submundo es carísimo

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No es porque me lo sugiriera ella, mi mujer, que también. Ni porque mi secretaria apriete los labios en señal de desaprobación cuando aludo al Audi de empresa. Lo he decidido por mi gran conciencia social, por puro corporativismo hacia un país que recorre sus entrañas como si circular en coche por la superficie se hubiese convertido en algo obsceno. Otra cosa sería darle al running o patear sus calles a ritmo de tercera edad, pero no es mi caso, ya que no he llegado ni a los 50. 

En suma, hoy he dejado el vehículo en el garaje y tomo el metro para ir a trabajar. Festejando mi decisión, mi mujer me despide con un beso de los que ni recordaba y me imbuyo en la realidad a las 8.30 de la mañana. ¡Y qué realidad!

“Tengo doshijos en edad escolar, comen gracias a Cáritas y hace años que usan los mismos zapatos en invierno y verano, por ello pido lo que de corazón puedan darme”.  El hombre entra en Diego de León y baja dos estaciones después de habernos contando las miserias de una vida que ni los dramones de Coixet. Dos euros le he dejado en el cucurucho de papel que pasea con manos temblorosas, uno por cada hijo. Y se los pienso entregar cada día de la semana, así le habré financiado un nuevo calzado. A continuación se sube en Alfonso XIII una mujer que debió de ser bellísima; clava sus hipnóticos ojos verdes en los pasajeros según nos narra que fue directora de una inmobiliaria que vendía pisos en la costa como churros en San Isidro y sin terminar su relato los hombres del vagón echamos mano a la cartera dudando si entregarle limosna o pedirle el teléfono para comprobar si quien tuvo, todavía retiene. 

La aparición de los músicos no parece fija; así he comprobado un flujo discontinuo de prodigios con la guitarra, el violín, el clarinete o la flauta travesera. Pero quién se resiste a estos universitarios talentosos incapaces de continuar su formación porque las tasas han estrangulando los bolsillos familiares.  ¡Otro euro a cada uno! 

—Lo que no soporto es ver humillarse a los mayores –ha comentado mi compañero de asiento, un clon de mí mismo, trajeado y con maletín–. Me recuerdan a mis padres. 

—Natural –replico yo, según pienso en los míos disfrutando de la vista en su chalé de Benidorm. 

Entonces entra un anciano harapiento y antes de que hable suelto un billete de 5 euros en su gorrilla. “¡A este no, hombre! Este es de los que se beben el agua de los floreros”, reprueba mi vecino en el viaje matinal, pero me ha provocado semejante conmoción que no estoy para hacerle el test de alcoholemia. 

Cuando llego a mi estación vapuleado por ese submundo que se mueve en las entrañas madrileñas, me asalta una madurita vendiéndome una pastilla de jabón casera con olor a lavanda y le compro el cargamento entero. No sé para qué, pues mi mujer solo usa de marca. Y ya en los últimos metros antes de entrar en la oficina miro la cartera, echo cuentas y compruebo que el trayecto en el suburbano me ha costado cuarenta y siete euros. Más del doble que si hubiera ido en taxi. 

—Lleva toda la mañana estornudando –advierte mi secretaria–. Es lo que tiene ir en metro. Es más barato, pero se le pegan a uno los virus de los demás. ¿A que sí, jefe?

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