
Daba gusto ver a Josep Antoni Duran i Lleida matándose a aplaudir en el Congreso el día en que el príncipe Felipe se convertía, tras la abdicación de su real padre, en Felipe VI. Una vez más, todos aquellos que lo consideran un estadista de tomo y lomo debieron pensar que así daba el hombre una nueva muestra de sensatez y espíritu de concordia, mientras que a mí me daba la impresión de que solo lo hacía para chinchar a su socio de gobierno y presidente de la Generalitat, Artur Mas, que no aplaudió –según propia confesión– por la insistencia del nuevo rey en hablar de la unidad de España (Mas es muy capaz de ir al Vaticano y decir luego que el Papa le ha parecido excesivamente católico).
Duran y Mas son la extraña pareja de Neil Simon insertada en la política catalana: TV3 debería dejar de aburrirnos con sus programas de exaltación rural para ofrecernos una sitcom en la que estos dos cracks compartieran apartamento. Algo de eso hay en Polonia, pero el programa está ya muy autodomesticado y poco puede esperarse de su director, Toni Soler, reciclado en comisario municipal del Tricentenario. Pero la pareja es de traca. Mas se ha hecho independentista y ha obligado a Duran –sin mucho éxito hasta ahora– a definirse, algo que el calvo de Alcampell ni ha hecho jamás ni tiene previsto hacer en un futuro próximo. ¡Con lo bien que le había ido hasta ahora diciendo una cosa y la contraria! Y seguiría en las mismas de no ser por la chaladura abertzale que le ha dado a su compadre. A causa de las malas influencias de Oriol Junqueras, el pobre Duran se ve obligado a hacer encaje de bolillos para no quedar como lo que es: un profesional de la política, un campeón del medre, un democristiano catalanista pero en absoluto independentista, un tipo que está pagando tres hipotecas y sabe que fuera de la cosa pública se pasa mucha hambre, un impostor de tres pares de narices que ha conseguido engañar a una gran parte de sus compatriotas con ese personaje tan logrado de hombre sensato y conciliador que solo quiere lo mejor para Cataluña, España, Europa y todo el universo mundo. Cuando, en realidad, Duran solo piensa en Duran: en su supervivencia y medre, en sus onerosos trajes a lo Savile Row que ponen en evidencia el cutrerío made in Milano y Cortefiel de casi todas sus señorías, en su suite del Palace donde, sin duda, relee a Maquiavelo para conciliar el sueño…
Hasta que empezó Mas con sus tonterías independentistas, Duran vivía como Dios. Y ahora no encuentra más que problemas: tiene que ser catalanista, pero dentro de un orden; tiene que estar a favor de la consulta, pero reza cada noche para que no se celebre; está convencido de que Cataluña es una nación, pero opina que tampoco hay por qué irlo gritando por las esquinas; considera que España no trata del todo bien a Cataluña, pero no le importa presidir la Comisión de Exteriores del Congreso; ansía la libertad de Cataluña, pero se saca de la manga cualquier teoría susceptible de retrasarla o impedirla, a ojos de los independentistas…
Con cierta frecuencia, Duran cede a la presión esquizofrénica que le aprieta y recalienta la calva y escenifica una de sus ya habituales pataletas, en las que siempre parece a punto de romper la coalición con Convergència, de rasgarse las vestiduras por el modo en que le ignoran los políticos españoles y de olvidarse de lo mucho que le gustan las señoras y retirarse a un monasterio trapense. La última fue de traca. Puede que ustedes aún la recuerden: sucedió hace unas pocas semanas, ocupó la portada de los periódicos catalanes, intensificó notablemente el octanaje de la rabieta estándar y pareció no dejar más opción que –esta vez sí– la ruptura con su eterno socio de gobierno. Pero al final, como siempre, no pasó nada. La extraña pareja se reunió, Mas debió decirle a Duran que no le estaba poniendo cuernos con Junqueras –aunque eso sea exactamente lo que está ocurriendo–, Duran hizo como que se lo creía y vuelta a empezar. Hasta la próxima pataleta. O hasta que Mas se lo quite de encima y lo sustituya por Junqueras, que es la persona adecuada si lo que uno ansía es inmolarse por Cataluña (y si es que este no lo arrolla en las elecciones que sustituirán a la charlotada imposible del 9 de noviembre y lo envía al basurero de la historia, cosa que también podría suceder).
El presente catalán es excesivamente sincero para Duran i Lleida. O estás a favor de la secesión o estás en contra. Duran, probablemente, es la única persona en Cataluña capaz de estar a favor y en contra. Durante la larga era pujolista –que siempre se basó en las medias verdades, las falsas lealtades, el pillar lo que se pudiera y el decir una cosa en Barcelona y otra en Madrid–, Duran se movió siempre como pez en el agua. Pero ahora… ¡Si hasta Pujol dice que es independentista! Incluso el rey de la ambigüedad calculada ha acabado por hablar claro y sumarse a las tesis majaretas de Artur Mas.
Intentemos entrar en la mente de Duran sin que nos dé un vahído o nos entre vértigo: “Sí, vale, pero es que a Pujol, para lo que le queda en el convento, se caga dentro; y a Mas se le ha ido la olla completamente y solo aspira al martirologio… ¡llevándose por delante esta fantástica máquina de ganar dinero e influir en la sociedad que ha sido desde sus inicios Convergència i Unió! Pero nadie piensa en mí, en mis hipotecas, en mis trajes, en mi suite del Palace, en lo mucho que me gusta figurar, en la falsa incompatibilidad que seguramente encontrarían en mis justas ambiciones de ser, al mismo tiempo, presidente de la Generalitat, ministro del Gobierno español, delegado de la Unión Europea ante la Santa Sede y portero del Crazy Horse… No pretenderéis que, a estas alturas, diga de una puñetera vez lo que pienso, ¿no? Alguien se enfadaría conmigo, y yo… Yo soy como Roberto Carlos y quiero tener un millón de amigos…”.
Realmente, la sinceridad es una virtud sobrevalorada.