Nunca se sabe para qué pueden servir unas elecciones. A veces, para más de lo que parece. Por ejemplo, las europeas de 2004 supusieron el indulto de Rajoy, que olía a carne de cañón tras perder las generales. Llegan municipales y autonómicas como aperitivo de la carrera a La Moncloa. Así lo plantean al menos los díscolos del PSOE, que insisten en dejar claro a Pedro Sánchez que las verdaderas primarias son, para él, la cita de mayo. Si los socialistas salen reforzados, le dejarán presentarse a las otras primarias; si no, Susana Díaz tendrá algo que decir.
Las municipales vienen en una situación muy especial, y algunos quieren comparar la ansiedad social que se refleja en las encuestas a favor de Podemos con el momento histórico del cambio de 1982. Y, por lo tanto, buscan similitudes entre aquel Felipe González y este Pablo Iglesias y la capacidad de ambos de trasladar ilusión. Sería una trampa entrar en las comparaciones entre churras y merinas, pero oportuno buscar similitudes en la situación política.
El 3 de abril de 1979, el PSOE sacó 12.077 concejales, frente a los 28.960 de UCD. Pese a ello en muchísimas capitales y grandes ciudades españolas se constituyeron ayuntamientos de izquierdas, con el PSOE a la cabeza pactando con el Partido Comunista y, a veces, con terceras siglas. Había muchas ganas de desbancar a los políticos de toda la vida y experimentar un paso por la izquierda. Esos tres años y medio hasta octubre de 1982 sirvieron para que los españoles decidieran que querían a la izquierda en La Moncloa, y le dieron a Felipe González la mayoría más absoluta conocida. Ahora, Pablo Iglesias quiere amalgamar todos los recelos contra la casta. Y piensa que la operación le puede llevar a la victoria pasando de perfil por las locales y sin haber enseñado la patita de la gestión. Hasta Felipe necesitó demostrar que los suyos no quemaban iglesias.
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El año de los alcaldes
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