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El fantasma del lunar

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Hay penas chicas, medianas, y colosales como bocas de lobo en mitad de la noche. La mía resulta peor. Sufro tanto que me arrastro entre las mesas de la oficina llevándome por delante el cableado de ordenadores e impresoras.
–¿Qué haces? ¿Estás tonto?
–Es que empiezo un duelo y los pies no me obedecen –se me escapa sin querer.
–Le ha vuelto a salir rana la conquista, chicas.
A pesar de la indiscreción no pienso airear mis miserias a la pandilla de alcahuetas con las cuales trabajo. He caído muchas veces en el error de desgranarles detalles de mis relaciones por ver si ellas me ayudaban a cimentarlas, mas lejos de echarme una mano al corazón me sacudían el orgullo. 
–Pero hombre de Dios. Con esa calva y tu barriga, ¿a quién pretendes erotizar? –era una de las lindezas de mis compañeras.
–Hay tres que quieren conocerme. A mi frontispicio y a mí, listas.
–¿Les has mandado foto?
–Claro. Aunque… No he precisado el año.
Intuirán que mi caladero natural son las páginas de contactos. En ellas pesco lo que en las distancias cortas se me resiste, pues bien sea por mi locuacidad o por mi aspecto, la mayoría sale huyendo. Feo no parezco, aunque me temo que guapo tampoco. No obstante, tras analizarme con desafecto, he concluido que las mujeres prefieren el fuego de inducción al encendido rápido; por tanto mi espita de gas les abruma. Siempre fui muy ardiente, qué le voy a hacer.
Ahora entenderán el nudo de mi dolor: había encontrado a la mujer ideal. Y justo cuando estábamos a punto de dar el paso, su amor se ha convertido en una sombra. Me permito el guiño poético porque explicar que se ha quedado fiambre en veinticuatro horas desvela más que un CSI de madrugada. En verdad ser, ser, no éramos mucho. Pero podríamos haber llegado lejos.
Sucedió la noche en que le iba a pedir el dedo, las piernas, la boca, lo que ella me diera a cambio de mi luna. Estaba sentado en una butaca, a la entrada del local, con mi corbata de estreno y un ramo de rosas tras el que no se me veía la cara, cuando un camarero se acercó y me dijo: “Preguntan por usted al teléfono”.
Con los móviles eso carece de sentido, porque los nuestros nos tienen localizados. De forma que a un restaurante solo te puede telefonear un ajeno, es decir la policía o Hacienda.
–Soy su hermana –se presentó una voz tan armoniosa como la de ella–. Sé que teniais una cita, pero no puede ir. Está en el hospital.
–¿Qué me estás contando? Dime en cuál, que voy para allá.
–No –replicó llorosa–. Es que…
–¿Qué pasa, mujer?
–Se ha muerto. No la verás nunca más. Lo siento –y colgó.
Ni siquiera aclaró el tanatorio, por lo menos para depositarle las rosas, que lucen bien en los entierros. Llamé a su móvil y, por supuesto, mi proyecto de novia no lo cogió.
Ahora la lloro al lado de la fotocopiadora, convencido de que no habrá otro roto igual que ella para mi descosido.
–Oye, ¿la última no tenía un lunar en la frente? –grita una de las arpías pegándose a la pantalla de su ordenador. Ya ni a los muertos respetan–. ¡Por eso anda como un alma en pena, chicas! La del lunar le ha dejado porque está conectada en Loveling ahora mismo.
Hay excusas chicas y medianas. A mí me ha tocado la colosal.

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