
La crisis económica que padecemos desde hace más de seis años y que solo Mariano Rajoy da por finiquitada ha favorecido la aparición en todos los canales televisivos de lo que podríamos llamar el economista de guardia. Este personaje se cuela en múltiples programas y suele ir provisto de una pizarrita en la que anotar sus datos y predicciones. El público agradecería que alguno de estos economistas de guardia, sin necesidad de engañarle, le ofreciese un hálito de esperanza. Y eso es lo que encuentra, sin ir más lejos, en el señor Gay de Liébana, hombre cabal, instruido y elegante que da una de cal y otra de arena, pero siempre intenta aportar al espectador una dosis moderada de optimismo en su propio futuro y en el de la Humanidad. Todo lo contrario que mi economista de guardia preferido, Santiago Niño Becerra (Barcelona, 1951), insuperable trompetista del Apocalipsis inminente que, con la pizarrita o la simple ayuda de sus conceptos disolventes, siembra el terror entre la audiencia en cada una de sus apariciones.
Aunque se gana la vida con la docencia en la Facultad de Economía de la Universidad Ramon Llull, en su Barcelona natal, nuestro hombre es dado también a los temas esotéricos, aunque últimamente los tiene un tanto aparcados para que nadie se lo tome a pitorreo cuando se pone a hacer de Nostradamus del alarmismo económico: tal vez por eso no se encuentra por ninguna parte su libro sobre las grandes crisis económicas en la Era de Piscis, que solo por las relaciones que se adivinan entre el dinero y la astrología ya debe de valer su peso en oro.
En los últimos tiempos, Niño Becerra se ha concentrado en asustar a la población española. Personalmente, cada vez que lo veo asomar en algún canal de televisión, me viene a la mente la famosa admonición del Dante: “Los que entráis aquí, despedíos de cualquier esperanza”. Si tú ya crees que la cosa va mal, el profesor Niño Becerra confirmará tus peores presagios e incluso los hará más ominosos. Basta con escucharle unos minutos para dejar de verle a la vida el poco sentido que hasta ahora le encontrabas. Ayudado por su pizarra asesina, el hombre te convence en un santiamén de que no hay salida para nadie, de que caminamos imparables hacia el desastre, de que nos vamos todos al carajo de forma irremisible. Y una vez te ha dejado hecho unos zorros, se pone la pizarrita bajo el brazo y se traslada a otro plató en el que poder seguir tocando las trompetas del Apocalipsis.
El profesor Niño Becerra me impresiona por todo: su presencia física, la ropa que luce y hasta los apellidos que le han caído en suerte. El Niño Becerra podría ser una entidad mitológica o la versión posmoderna del Coco o el Hombre del Saco. Imaginemos un mutante, mitad niño, mitad becerra, con el que aterrorizar al tierno infante que se niega a quedarse sopas a la hora que le toca. “Si no te duermes, vendrá el Niño Becerra”, podríamos amenazarle. Y también recurriríamos a sus tesis para amargarle la vida a cualquiera: al joven enamorado por primera vez, a la chica que encuentra su primer trabajo, a cualquiera que esté más o menos satisfecho con su vida: “Creéis vivir en el mejor de los mundos posibles, ilusos, pero ahora os envío al Niño Becerra para que os susurre al oído, a la manera de ‘Hannibal Lecter’, una serie de conceptos espantosos que os conducirán al suicidio”.
Santiago Niño Becerra luce un físico singular. Tiene un rostro afilado, como cincelado a navaja, que le confiere un aspecto de busto griego de lo más clásico. La barba sin bigote es fundamental. Apósito propio de existencialistas, directores de Ateneo Popular, defensores de las virtudes del ajo y sabios locos de tebeo, le confiere un tono tenebrista que casa perfectamente con su discurso. Las gafas de imitación Ray Ban son las menos adecuadas para una cara como la suya. ¡Por eso las lleva, para confundirnos aún más! ¿Y qué decir de la ropa que luce? Viéndole con esas chaquetas, pantalones y zapatos, tengo la impresión de que todo fue adquirido en una sastrería de barrio que chapaba sus puertas a principios de los años setenta, a granel, en masa, con la intención de que ese material anónimo, intemporal y básicamente feo le durara a nuestro hombre hasta el fin de los tiempos… Para el que tampoco falta tanto, si es que hemos de hacer caso a sus predicciones.
Que no me olvide del pelo que corona su cabeza de oráculo griego: siempre grasiento, parece estar peinado no con colonia, sino con el aceite de una lata de anchoas que le procura un brillo muy similar al del fondillo de unos pantalones usados hasta la inevitable fatiga de los materiales. Pese a la aparente discreción de nuestro hombre, yo creo que todo está muy trabajado. Niño Becerra no necesita esas chaquetas ridículas de colorines que le debe de fabricar a granel un sastre de Nueva Delhi al inefable Xavier Sala i Martín, economista independentista catalán también conocido como Sr. Pantone o el Economista Fosforescente; ni los elegantes ternos del beato de Liébana. A tal señor, tal honor: el terrible Niño Becerra, empeñado en ser una de las figuras más deprimentes de la actualidad, ha elegido un look de maestro famélico en tiempos de posguerra que encaja a la perfección con su discurso. Ignoro qué alegrías extrae de recorrer platós de televisión y estudios de radio con la única intención de recordarnos que, hagamos lo que hagamos, nos vamos todos a la mierda, pero deben darse en algún rincón de su pavorosa mente.
A veces, cuando acaba de demostrar en su pizarrita que los sueldos no pararán de bajar, que nunca podremos pagar la deuda internacional, que viviremos en habitáculos cada vez más pequeños y costrosos y, prácticamente, que tendremos que prostituir a nuestros hijos en internet para levantar unos euros que tampoco nos sacarán de la miseria, su interlocutor intenta matizar sus palabras e introducir algún concepto positivo en la pesadilla que el Nostradamus de Barcelona acaba de describir con pelos y señales, pero solo consigue elevar las cotas de lucidez destructiva de su oponente, que lo mira igual que miraba Ming el Cruel a Flash Gordon antes de tildarlo de terrícola patético. Y con el puntero y la tiza, que en su caso equivalen al capote y el estoque de los toreros, le da la puntilla a la situación con unos trazos suplementarios en la pizarrita absolutamente letales.
En otras épocas, los antecesores de Santiago Niño Becerra recorrían las calles de las ciudades enarbolando pancartas con leyendas como “¡Arrepentíos, el fin se acerca!”; o monologaban en la plaza pública, encaramados a un cajón de naranjas, sobre la catástrofe inminente que se cernía sobre la Humanidad; o escribían ensayos nihilistas sobre la futilidad de cualquier actividad humana y nuestra absoluta carencia de futuro. Ahora salen por la tele en horario de máxima audiencia y, en el caso que nos ocupa, a veces hasta aciertan en sus predicciones. Cabe decir a favor de este gran cenizo de los tiempos modernos que es Santiago Niño Becerra que fue de los pocos que vieron venir el desastre antes de que sucediera; motivo, tal vez, por el que lo celebra de manera tan evidente y orgullosamente destructiva. Otras predicciones no le han salido tan bien, como la de que los derivados del cannabis serían legales en 2014, pero bueno, Sandro Rey no ha dado una a derechas en toda su vida y ahí sigue, alegrando las madrugadas de los insomnes con ansias de trascendencia, ¿verdad?