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Norcoreano por convicción

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Como solía decir Jordi Pujol, catalán es todo aquel que vive y trabaja en Cataluña y quiere serlo. Partiendo de esa base, lógico es pensar que también puede ser norcoreano todo aquel que viva (a ratos) y trabaje (a su manera) en Corea del Norte y quiera serlo. Ese parece ser el caso de Alejandro Cao de Benós (Tarragona, 1974), que hasta hace muy poco –concretamente, hasta que se emitió el programa En tierra hostil dedicado a la Corea comunista– solo nos interesaba, por su delirante frikismo, a los devotos de los personajes absurdos, atrabiliarios y vagamente dementes, un colectivo al que me honro en pertenecer y que me ha llevado a tener en un pedestal a sujetos como Espartaco Santoni, el doctor Cabeza, el vidente de las hortalizas Paco Porras o el divino Carlos Jesús (junto a su hijo Christopher y su hermano, cuyo nombre permanece en el anonimato, aunque parece que se gana muy bien la vida como mecánico de ovnis en algún rincón del planeta Raticulín).
Corea del Norte es, probablemente, el país más absurdo del mundo. Creado por Kim Il-sung tras la guerra civil de los años cincuenta, se propuso llevar al paroxismo las características más crueles, repugnantes y ridículas del comunismo radical: culto a la personalidad, lavado permanente de cerebro de la población desde la más tierna infancia, porrazo y tentetieso al disidente y prohibición absoluta de todo lo que no sea deslomarse en los arrozales y talleres a la mayor gloria del tarado de turno: primero el citado Kim Il-sung (El Gran Líder), luego Kim Jong-il (el Querido Líder) y ahora Kim Jong-un (El Brillante Camarada, aunque también le quedaría bien el alias del Rollizo Baranda), mozo gordinflón, aquejado de gota (como Paquirrín, con el que muestra cierto parecido físico), que ha aportado algunas novedades de mérito al régimen: gracias a él, solo están permitidos en Corea del Norte cinco modelos de corte de pelo, incluido el suyo, de gran éxito entre la juventud (hay que medrar, amigos, también en el pujolismo prosperaban los calvos, los bajitos y los calvos bajitos; y si insisto en las referencias pujolescas no es por el asco que me inspira el exhonorable –que también–, sino por el parecido que puede establecerse fácilmente entre la seudomonarquía hereditaria norcoreana y la que tenía en la cabeza Pujol antes de que pillaran a su hijo marraneando las ITV).
Cualquiera con dos dedos de frente puede llegar a la conclusión, desde un punto de vista científico, de que Corea del Norte es un país de mierda al que habría que borrar de la faz de la Tierra por el bien de la Humanidad y de sus sufridos habitantes. Pero Alejandro Cao de Benós no es cualquiera y, pese a tener una frente despejadísima, nadie sabe qué extraña materia almacena donde los demás tenemos el cerebro. No se sabe muy bien si es el ideólogo occidental del régimen norcoreano, como él asegura, o un agente de viajes que controla la entrada de extranjeros en el paraíso socialista y extrae de ello pingües beneficios (dicen que viajar con Cao de Benós se pone en un pico, y la verdad es que tampoco me parece mal: si hay alguien tan idiota como para querer visitar un país del que casi todos sus habitantes desearían huir, merece que le peguen un buen repaso a su cartera y, ya puestos, que lo muelan a palos en la vía pública por tomar fotos donde no debe, que debe ser en casi todo el territorio nacional). Tampoco está claro si estamos ante un farsante que se lucra a costa del sufrimiento ajeno o ante un auténtico creyente en las virtudes del régimen del Brillante Camarada. Yo diría que hay un poco de cada cosa, pero que el true believer es anterior al travel agent. Por motivos que solo un buen psiquiatra podría llegar a intuir, Alejandro Cao de Benós desarrolló en los años noventa una fijación malsana por Corea del Norte que le llevó a ver en ese infierno el sistema político ideal para la Humanidad. Ya era comunista, pese a sus orígenes aristocráticos, y debió de pensar que en este mundo, si uno se mete en algo, se ha de meter en serio y hasta el fondo. Intuyo que empezó a encontrar revisionistas y lacayos del imperialismo por todas partes y que, por eliminación, acabó escogiendo como centro de su insania recreativa Corea del Norte, donde se le conoce como Cho-Son-Il (que significa Corea es una). Sus detractores –que son muchos y variados– aseguran que es un mindundi en Pyongyang, donde solo se trata con cargos menores del partido y un extenso surtido de oportunistas y cantamañanas, y ponen como prueba que no creía en la existencia de Kim Jong-un hasta que se lo encontró presidiendo la nación, momento en el que se convirtió en su más devoto admirador; pero él insiste en que es muy importante, que se trata con lo mejor de cada casa y –esto lo suelta siempre, aunque no se le pregunten– que el mismísimo Kim Jong-il le hizo un regalo, aunque nunca desvela su naturaleza.
Si en algo no parece reparar el inefable Cao de Benós es en que cada nuevo líder norcoreano tiene un aspecto más lamentable que el anterior. Kim Il-sung tenía pinta de regentar un quiosco ambulante dedicado a la venta de fideos, pero resulta casi venerable comparado con su hijo Kim Jong-il, extraño híbrido entre Mao y Elvis con una cara de lelo que tiraba de espaldas y unos pelos de punta que le otorgaban el aspecto de alguien sometido a un susto permanente. Parecía imposible encontrar algo más impresentable que Kim Jong-il, pero se consiguió con el ceporro de Kim Jong-un, chaval obeso y gotoso muy dado a fusilar al que se le pone de canto –empezando por su propio tío– y que solo se podría redimir como ayudante de Santiago Segura en la improbable Torrente 6: Objetivo Pyong­yang. Donde también debería haber un papel para Alejandro Cao de Benós, cuya pinta de sobrino catalán de Fernando Esteso cuadraría perfectamente con la propuesta cinematográfica.
Pero hay una imagen más siniestra de nuestro hombre, que él no se esfuerza en desmentir: asegura haber enviado gente a los campos de reeducación moral –que es como llaman allí al gulag– y reconoce haber puteado a conciencia a varios de los periodistas extranjeros que han caído en sus manos (a Andrew Morse, de la ABC News, le registró personalmente el equipaje, le sopló sus fotos y grabaciones y le obligó a firmar una carta de disculpa antes de permitirle abandonar el país). Yo me lo paso muy bien con sus memeces porque tengo un sentido del humor asaz retorcido y, sobre todo, porque no pienso quedarme nunca a solas con él en una habitación insonorizada de alguna dependencia policial de Corea del Norte. No sé si es un fanático, un oportunista, un majadero o una mezcla de las tres cosas, pero creo que lo más conveniente para cualquiera es reírse de él a una prudente distancia. Cao de Benós existe, supongo, porque en este mundo tiene que haber de todo, ya que no encuentro un motivo más relevante para su presencia en esta tierra. Él sí, claro. De hecho, si uno se toma la molestia de entrar en su blog, podrá leer que se considera un ángel enviado por Dios para expandir la verdad a través del comunismo norcoreano y otras perlas cultivadas del pensamiento profundo que tampoco tienen desperdicio.
En cualquier caso, que aproveche los quince minutos de gloria que le ha ofrecido la televisión, porque dentro de muy poco volverá a ser pasto de los connaisseurs de la cultura basura, entre los que me cuento. A no ser que vea una oportunidad profesional e inicie una carrera de tertuliano en Tele 5: la silla del padre Apeles lleva vacía varios años; por no hablar de lo fácil que le resultaría aplicar las tácticas norcoreanas de tortura a Gran Hermano y Supervivientes: una versión hardcore de esos espacios sería muy bien recibida por gente como yo. ¡Anímate, camarada!

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