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La mancha

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Al principio de la historia, ella fue un punto. Solo una mota minúscula que se coló entre sus ojos, justo en el centro, sin más fortuna. Pero las cosas se torcieron y fue horadando su piel hasta hacerse un hueco en el córtex prefrontal.
–¿Rita? Tienes nombre de mujer de armas tomar.
–En latín significa ‘perla’. Soy amable y condescendiente. Eso dicen.
Entonces no le explicó que las cuatro letras juntas significan también una voluntad férrea. Se lo comentaría en mejor ocasión.
Para él, aquel juego entre horas no merecía ni apuntar su teléfono, pero se quedó grabado en una llamada perdida que ella le hizo al dejar su apartamento. Rita deseaba saber si había llegado bien, si el hombre que le había hecho perder el control esa tarde en un pub irlandés, mientras sus grupos de amigos seguían un partido, había controlado su moto en plena madrugada. “Nunca me enamoro”, fue su despedida.
Sin embargo, él, una semana después, buscaba su número en la lista de no atendidas. El punto entre los ojos empezaba a molestar.
–¡Hola! ¿Rita?
–Se ha equivocado –y colgaron sin opción a conversar.
Vaya, era el único camino para contactarla. En principio a la mujer de larga melena y ojos como boca de lobo le auguraba un asalto, pero se había sorprendido en más de una ocasión rememorando sus detalles. Su pelo olía bien. Le gustaba la suave piel de sus ingles, donde otras la tenían rugosa. El modo en que sonreía. Parecía estúpido recordarla, pero lo hacía, y entonces se acariciaba la frente como retirándose un mechón de pelo que estorbase. Ridículo: estaba calvo. Unos días después volvió a marcar aquel número, esta vez desde el fijo de su despacho.
–Si insiste, lo consideraré acoso –amenazaron al otro lado, tras una nueva pregunta sobre Rita.
–Simplemente quería saber de ella, si me puede decir cómo localizarla.
Y abortaron la llamada.
Estaba seguro de que se trataba del número, otra cosa era que fuese suyo y no un número de empresa que tomaba cada empleado cuando lo necesitaba, aunque ni siquiera sabía a qué se dedicaba. Comido por la curiosidad, introdujo los dígitos en internet y no obtuvo nada reseñable; después probó con las compañías de telefonía, hasta que una confirmó que le pertenecía, pero las leyes de protección de datos impedían aclarar más. 
El punto engrosaba, haciéndose visible poco a poco; un día, mientras se afeitaba, observó la mancha que se traslucía bajo su epidermis. La frotó sin resultado. Cuanto más la miraba, más extrañaba a Rita. Apuntaló su moral para marcarlo de nuevo, y al no cogérselo, se propuso repetir el gesto a diario. En todas fracasó.
Para cuando Rita se hubo convertido en un manchurrón del que se prendían todos los ojos, el olor de su cabello le perturbaba en mitad de la noche y la necesitaba tanto que no retomaba el sueño ni rogándoselo al cielo.
Una mañana de reuniones en la que el punto había empezado a dolerle con rabia, su secretaria diagnosticó certera.
–¿Te has visto últimamente? Menuda cara, tú estás enamorado.
–¿Cómo lo sabes?
–Las mujeres adivinamos esas cosas. Te ha entrado un mensaje.
Al tomar el teléfono, el corazón le dio un brinco. El mensaje decía: “Rita significa ‘la que tiene voluntad para cambiar lo imposible’”.

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