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Su madre lo parió artista

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Como tantos otros miembros de mi displicente generación, también yo tuve que esperar a la madurez para captar en toda su amplitud la grandeza de Raphael. Me ha pasado con más gente. He necesitado años para darme cuenta de que Camilo Sesto era un compositor sensacional o que Demis Roussos tenía una voz que te hacía crujir el alma: ahora, cada vez que aparece Camilo en la pantalla del televisor, me quedo mesmerizado ante su presencia y acabo cantando a voz en cuello lo que tenga a bien ofrecerme; y en cuanto a Demis, debo decir que hace unos días se manifestó en Radio Tele Taxi cantando Morir al lado de mi amor y casi se me saltan las lágrimas ante tanto lirismo. Pero en mi ya lejana adolescencia, lo único que sentía hacia esos gigantes era desprecio, un desprecio que en el caso de Raphael se mezclaba con la grima que me producían sus gorgoritos, sus muecas y sus teatrales interpretaciones. Dios mío, ¿cómo pude estar tan ciego?
Y mira que tuve alguna que otra oportunidad para darme cuenta de que no acertaba con Raphael. Sin ir más lejos, las que me ofreció en mi juventud la inefable Manolita, compañera de trabajo en un curro que me había buscado yo para sacar unos duros mientras estudiaba (es un decir) en la Facultad de Periodismo de Bellaterra, Barcelona. La empresa, propiedad del padre de un amigo del colegio, se dedicaba a la confección de agendas, dietarios, almanaques y calendarios, y aunque yo me había refugiado en tareas de oficina –donde era más fácil pasar desapercibido a la hora de no dar golpe–, de vez en cuando se reclamaba mi presencia en la sala de montaje de las agendas, donde reinaba la tal Manolita, una andaluza bajita, gorda y morocha que se parecía un poco a la Mafalda de Quino, aunque ella, claro está, ni sabía quién era la tal Mafalda ni falta que le hacía. Pese a albergar un gran corazón, Manolita se distinguía por su tendencia a la grosería y el comentario soez, así como por aplicarme una (cariñosa) colleja cada vez que yo montaba una agenda al revés. Aunque había corrido la voz de que más valía no buscarle las cosquillas, siempre había alguna incauta que intentaba darle donde más le dolía: su admiración absoluta y acrítica por Raphael. Según propia confesión, Manolita era raphaelista y miembro de pago del club de fans barcelonés del genio de Linares, por lo que se ponía como una hidra cuando la pazpuerca de turno se atrevía a hacer comentarios disolventes sobre el talento o las tendencias sexuales del cantante. En esos momentos, Manolita soltaba tales berridos e improperios que no necesitaba llegar a las manos, pues la agresora se batía ipso facto en retirada. En cierta ocasión, tras haber puesto orden en el gallinero, Manolita me miró desafiante y tronó: “¡Ya quisieran muchas tener la picha de Raphael!”. Y acto seguido me atizó una colleja por haber vuelto a montar una agenda al revés.
Con el tiempo me he dado cuenta de que aquella mujer prácticamente analfabeta había entendido a Raphael mucho mejor que yo. Yo llegué a Raphael dando un gran rodeo –la universidad, la consolidación de una visión irónica de la existencia, los melodramas de Douglas Sirk, la visita al museo Liberace de Las Vegas, las canciones de Paquita la del Barrio…–, mientras que ella había entendido a la primera los dramones que expendía el de Linares con todo lujo de muecas, berridos y zapatetas. Como tantos otros fenómenos de masas, las clases populares entendieron a Raphael mucho antes que los intelectuales. ¿Acaso los listos no hemos tardado años en darnos cuenta de lo buenos que eran Los Chunguitos y Los Chichos? Pues con Raphael lo mismo. Y mira que Marshall McLuhan nos había explicado claramente que el medio es el mensaje. Es decir, en este caso, que lo que cantaba Raphael era lo de menos, que ni la canción ni la voz eran lo fundamental, que lo realmente importante era la presencia del artista y su postura ante la vida. Ya lo decía (y lo repite) el interesado: “Mi madre me parió artista”.
De joven, Raphael pasaba por franquista, cuando dudo mucho que la política le haya preocupado en algún momento de su vida. Prototipo del artista ensimismado, se consagró desde un buen principio a la exageradísima interpretación de unos himnos al amor, la melancolía y la simple desesperación que ponían los pelos de punta a la audiencia; en especial, a la femenina, ya que los hombres solían considerarlo un mariquita pelín histérico y no dejaron de hacerlo ni cuando se casó con Natalia Figueroa, de la que los más recalcitrantes llegaron a afirmar que era un hombre disfrazado. Hoy día la sexualidad de Raphael no le interesa a nadie porque el personaje está por encima de tales consideraciones: se le acepta como mito viviente y, personalmente, como uno de los cantantes más extraños que hayan visto los tiempos: yo lo tengo en el mismo pedestal que al lacrimógeno Johnnie Ray, el indescriptible Tiny Tim o el melancólico Antony, con o sin sus Johnsons.
Extraña (y fascinante) fue también la revelación de cómo había caído en las garras del alcoholismo, que le obligó a someterse a un trasplante de hígado. Cualquier otro habría dicho que se había enganchado al frasco sin remisión y que eso era lo que había, pero Raphael elaboró una fabulosa coartada según la cual la culpa de todo la tuvo esa siniestra manía de los hoteleros internacionales de colocar en cada habitación un minibar. Según Raphael, como no le van la juerga ni el cancaneo, después de cada concierto por el mundo se retiraba a su habitación del hotel de turno, donde le esperaba el perverso minibar, siempre repleto de botellitas de alcohol que él –supongo que para pasar el rato o pillar el sueño– se veía obligado a trasegar una tras otra, hasta alcanzar el colapso redentor.
No sé ustedes, pero yo es la excusa más brillante que he oído en mi vida de boca de alguien asediado por el demonio del alcohol. Me extraña, incluso, que Raphael no haya llevado a juicio a todos los hoteleros del mundo por convertirle en un alcohólico y obligarle a cambiar de hígado. Y lo mejor de todo es que cuando te lo cuenta, tú vas y te lo crees y le coges una manía tremenda al minibar de las habitaciones de hotel. Te creías que bastaba con mirar al minibar con desprecio y abstenerte de abrirle la puerta, pero te equivocabas. Es evidente que, en el caso de Raphael, la puerta se abría sola y las botellitas se destapaban de camino a su boca y se introducían en sus fauces sin que el pobre hombre pudiese hacer nada por evitarlo.
Con el paso del tiempo, también Raphael ha mejorado. Hace unos años se negó a interpretar el tema principal de Torrente 2: Misión en Marbella porque se olía el cachondeo –ahí El Fary, que en gloria esté, le dio sopas con honda–, pero ahora se dispone a protagonizar la nueva película de Álex de la Iglesia, Mi gran noche, donde da vida a un cantante llamado Alphonso. Es como si la estrella se hubiese contagiado de la visión respetuoso-irónica que todos –menos Manolita, intuyo, que siempre se lo tomó totalmente en serio– hemos llegado a tener de él. Pocos artistas consiguen situarse más allá del bien y del mal, de la admiración y la crítica, del respeto y el desprecio.
Pasó el franquismo y Raphael seguía allí. Cayó el felipismo y Raphael se mantuvo incólume. Se derrumbaron las Torres Gemelas y Raphael siguió de pie. Yo empiezo a pensar que es inmortal. Por eso termino este texto parafraseando a Monterroso: cuando desperté, Raphael seguía allí.

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