
Qué desorden el de ayer. Cuando abrí me sentí perdido, porque supe que cualquier voluntad de oponerme sería nula. Allí estabas, mitad herida mitad orgullosa. Sin hablar. Y los dos trenes que éramos reventamos en pleno descansillo. Te habías vestido de rojo. “Para fortalecer lo imposible”, dijiste, y a mí me faltaban dedos para desbaratarte la melena, puesto que me daba lo mismo tu traje. Fue tan deslumbrante todo que cambiamos la lógica de las cosas y en lugar de soltar el dolor primero, para hablar después con pausa y amarnos al final, pasábamos del beso a la lágrima y de esta a la sonrisa, para terminar llorando como plañideras. Ayer la cita nos salió con poca cabeza y mucho corazón. Es hoy y no logro espantar la sospecha de que dejó en ti mil sombras y en mí un poso de amargura. Me gustaría contemplar las situaciones desde fuera, ser un actor invitado y no el rol protagonista de la función, eso me daría objetividad; pero al contrario ando dentro de ti, tratando de entenderte. ¿Cómo puedes ser tan desconfiada y celosa? ¿Acaso me comporto con opacidad? –Me aseguran que os han visto juntos –dijiste, abrazando el rollo de papel higiénico, mientras te deshacías en llanto.–Es mi compañera de trabajo. Normal que nos vean juntos. –¿Cenando?- O comiendo. –¿En un japonés? Ahí solo vas conmigo.–No me acuerdo, créeme.
A mi desmemoria habría que sumar que a ti no se te pasa una. “Venga, salgamos de aquí y vayámonos a comer”, sugerí antes de llevarte a un chino. Lo mío por la comida asiática tiene visos de tragedia. Qué almuerzo, muriéndome por besarte y gritar a los cuatro vientos que aquella de mi derecha se trataba de mi mujer. Borracho de vino y de amor. Tu aliento era el mío. Tu boca, la gloria. Adoro tus piernas y te lo demostré colando la mano por debajo de tu falda. Me enloquece el lóbulo sin perforar de tu oreja y el piercing de tu nariz. Hasta me gusta la sombra del llanto en tus ojos. ¡Menuda enfermedad este amor tuyo!Mientras volvíamos a mi apartamento me preguntaste qué haría yo en tu caso y ahí me revolví porque tú ves unas tinieblas que yo no distingo y así lo confesé. “Enciende la luz, porque te vas a perder lo mejor de mí si sigues a ciegas”. Ahí te enfadaste, lo noté, no porque seas rencorosa sino porque el recelo no te deja sentir. –¿Crees que estoy loca y son suposiciones mías? –Creo que exageras –aduje–. Tienes que desprenderte de tus miedos; no son buen equipaje. –¿Podré vivir sin dudar de ti cada vez que llegues tarde? ¿Cada vez que cojas el teléfono a escondidas?–Solo la sinceridad de tu amor puede responderte.
Había leído la frase en algún sitio y la solté como quien prueba una contraseña al azar de una caja fuerte. Debí de acertar, ya que después de sonreír me ahogaste con un beso de los tuyos. Una vez en casa dejamos los reproches en la puerta para querernos en horizontal y allí entre risas y lágrimas te pedí disculpas por mis olvidos y tú lo hiciste por tus salidas de tono. Pero al cabo de una hora, cuando fuiste a por una cerveza a la nevera y viste la bandeja de sushi, otra vez volviste a empezar hasta que te marchaste refunfuñando. Mi pregunta es: ¿nos hemos perdonado o no?