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Anatomía de Ortega Cano

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No arriesgaré yo aquí que Ortega Cano es un viudo de alma, pero yo creo que algo hay en él del alma del viudo, un viudo quizá de sí mismo, que se buscó en los ruedos y no se encontraba, que se busca en la vida y a lo mejor tampoco se encuentra. Hasta que, de pronto, ha cumplido condena y le hemos visto salir al mundo con otro espíritu, con mucho del espíritu perdido. Ortega es un cátedro en pérdidas, un profesional del naufragio. Perdió a Rocío Jurado, perdió después a su madre, doña Juana, y así se fue quedando huérfano de mujeres, salvo Gloria Camila, la hija, y Ana María Aldón, un amor último y reciente, con la que hay incluso planes de boda. Desde la muerte de Rocío Jurado, ha sido Ortega “presentes sucesiones del difunto” –según el diagnóstico de Quevedo–, un difunto muy vivo que a veces se pluriempleaba de bailón en la tele o salía en defensa propia a la arena de la corrala de la telerrosa, donde a menudo le tutean como a un friki. José ya no era Ortega Cano. En cualquier caso, venía aguantándolo todo con perfil de estoque y empaque de tío antiguo que llora lo justo. A menudo le han arrastrado como tema chollo de la prensa del corazón, que no tiene corazón, a cuenta de las trifulcas íntimas de su familia propia y la otra, la de los Mohedano, que no paran. Menos torero, se le ha dicho a Ortega Cano de todo. Tampoco es eso. Durante un tiempo, parecía un hombre al borde de un ataque de infarto, hasta que le vino el infarto en forma de choque frontal en una carretera de deshoras. Eso no se venía venir, pero de algún modo sí. Quiero decir que el maestro andaba perseguido por una suerte de rara fatalidad, entre marqués enfermo y galán sin romances, confusos o no. La salud le tenía en un susto, a él y a su familia inquietada, y era raro no verle con ese aire de ir o de venir siempre de un funeral, que era un poco o un mucho el suyo, aunque fuera el funeral de la esposa o la madre. Dejó el toreo, o el toreo le dejó a él, pero vivía pegándole verónicas al toro fantasmal de la pena, aunque a veces se pusiera muy a gustito de Moët & Chandon, como conmigo una noche, ya más bien remota, bajo los cielos cinco estrellas de Mallorca. A Ortega Cano le ha tocado torear mucho, fuera de la plaza, hasta que llegó el infarto de un coche de frente o el infarto propiamente dicho. No peca de viudo alegre, sino de solitario que padece un luto de sí mismo, como si la última cogida fuera por dentro, que sí va. Desde hace años, no era su temporada. Pero se ha puesto en pie. Y mira un futuro con novia. Ya solo queda que no le maten los miuras del infundio de la tele en hora punta.

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