“Ningún futbolista consagrado había denunciado sin pelos en la lengua a los amos del negocio del fútbol. Fue el deportista más famoso y más popular de todos los tiempos quien rompió lanzas en defensa de los jugadores que no eran famosos ni populares. Este ídolo generoso y solidario había sido capaz de cometer el gol del artista (…) y el gol del ladrón”.Así glosó Eduardo Galeano (Espejos) la figura de Diego Armando Maradona, en su persona metáfora completa del fútbol, un deporte con la épica de las guerras y la picaresca en el juego propia de las prácticas callejeras que ha degenerado en una industria de ladrones, en la que se cobran sobornos, se amañan partidos, se sortean sedes al mejor postor, se blanquea dinero… y se mancilla la ética del deporte.Veintidós hombres (o mujeres) corriendo detrás de una pelota para meterla entre tres palos con la obligación de respetar las reglas de juego y el fair play, millones de personas de toda condición entregadas a la pasión de ver cómo ganan sus colores, y unos pocos, que hace tiempo deberían haber visto tarjeta roja y estar entre cuatro barrotes, nadando en el spa de la corrupción. El gol del ladrón es, hasta cuando lo ejecuta Maradona, un gol en propia puerta porque arruina la esencia del deporte, actividad que implica sujeción a normas. Quienes han hecho de esa habilidad un modus vivendi tienen una responsabilidad multiplicada porque el fútbol es el espejo en el que se proyectan millones de niños. Si también en él impera la trampa, ¿qué se salvó del diluvio de la corrupción? Es urgente que la transparencia y la regeneración lleguen también al lado oscuro del fútbol.
↧