
Tengo solo treinta y seis años y en mis últimos años he encadenado la friolera de cuarenta contratos; algunos de un par de meses y otros de un par de días. Esto se ha convertido en una condena, en un sinvivir a la espera de una llamada de supervivencia que estire tu agonía. Por eso encontrar un trabajo para todo el verano me parece cobrar la lotería de Navidad por anticipado.Mientras sacudo las perneras del uniforme de botones me digo que no está mal mi nuevo empleo. El hotel se sitúa en un barrio poco céntrico aunque cuenta con un trasiego de huéspedes como para especular que el negocio no peligra. –¿Quién suele venir aquí? –pregunté al conserje en jefe. El tipo me soltó un pregunta retórica: “¿Usted qué cree?”. “Gente de negocios de paso, pero está un poco apartado de la estación y del aeropuerto. ¿No le parece?”, respondí. –¿Está aquí para elucubrar o para acarrear maletas?
No contesté. Sin embargo, mis vacilaciones se fundaban también en eso: allí nadie lleva equipaje, a lo sumo un maletín de mano. Tampoco he detectado la presencia de familias con niños, ni el registro de grupos que desembarquen los viernes para emplear el fin de semana en visitas turísticas. En cambio, el flujo de clientes se dispara los lunes; lo entendí enseguida al cruzar el hall junto a unas mujeres vestidas de ejecutivas y a esos hombres que se desanudan la corbata esperando al ascensor. A pesar de no llevar equipaje diré que los clientes son generosos, más a la salida que a la llegada. Normal, las urgencias son malas pagadoras y poco detallistas, deduzco. ¿Debería tener remordimientos por trabajar en un establecimiento para encuentros sexuales clandestinos? Mi respuesta es que a la nevera de mi cocina no se le pueden plantear problemas éticos porque solo entiende de adjetivos: llena o vacía. No posee muchas habitaciones el hotel: diez en cada una de las plantas –tiene cuatro– y, en el ático, media docena más, a las que se conoce como las habitaciones rojas. Supondrán mis ganas de echar una ojeada a alguna, porque me las imagino repletas de objetos sadomaso y camas redondas. Las sombras de Grey en versión cañí.
Pasados mis primeros tiempos de encaje en ese espacio adúltero me he empezado a obsesionar con los cuartos; en principio por su halo de leyenda y luego porque he observado que a ellos acuden mujeres solas. Rara ha sido la ocasión en que las solicitara un hombre. Sospecho la presencia de gigolós dentro y no he parado hasta tomar una llave maestra y colarme, lo que ha sucedido hoy. Se denominan rojas porque todo es de ese color: las cortinas, la colcha, las paredes enteladas, pero a la moqueta la cubrían tantos clínex arrugados que parecía haber nevado sobre ella. La pantalla de plasma estaba encendida y apenas mirarla he reconocido una escena de Los puentes de Madison. Al instante siguiente me han desgarrado unos lloros surgidos del cuarto de baño. Pertenecían a una de las chicas de la limpieza.“¿Qué te pasa?”, he interrogado, y ella, moqueando, me ha confesado que siempre le sucedía al entrar, que terminaba llorando como las clientas. Sobre el espejo he descubierto un cuadro que explica: “Habitación del llanto. Llorar te hace libre”.