
Descubrí a Cecilia cuando una ráfaga de viento me mostró su coño sin depilar. Me ponen esos nudos de pelo donde meter los dedos porque me recuerdan a los mitos eróticos de los ochenta. Mi padre guardaba las revistas bajo su colchón y yo me mataba a pajas en cuanto él salía de casa. Antes de ver su coño, Cecilia no existía. Antes era solo la mujer del pijo que me había contratado para dar la vuelta a la isla mientras él coqueteaba con el timón. “Poseo el título”, aseguró ufano, y me ahorré decirle que sé que los compraban porque la chica que me acompaña en el barco me tiró del pantalón. Las tías son unas metomentodos: a veces yo me la tiro, pero no le reprocho que su sushi no sepa a nada. Estudia Políticas y es camarera en los veleros de alquiler, contradicciones de los que quieren cambiar el mundo. –¿Qué? Te pone esa guarra, ¿verdad? –me soltó mientras curioseaba las tetas de Cecilia sin ver más allá de una cuarentona bien conservada.–No me gustan las viejas. Que la folle un pez.Respondí así porque no había descubierto su coño. Podría habérmelo comido el día en que el mar andaba revuelto y yo tenía una jaqueca de mil pares de narices. Había acudido al camarote a tomarme una pastilla y al dirigirme a la escalera me di de bruces con sus piernas. Yo subía y ella bajaba según explicaba nosequé a su marido en el momento en que el viento levantó su camisola y desnudó su coño a la altura de mi nariz. Ni hizo nada por sujetarse la tela ni yo evité que mis dedos recorrieran una hendidura que se humedeció en segundos. Ella seguía soltando naderías y yo zascandileaba entre esas piernas bronceadas que se ofrecían como un libro abierto. Entonces cabeceó la proa, ella ahogó un grito y yo la eché a un lado para llegar escopetado al timón.–Ha escorado un poco a babor –se excusó el imbécil del tipo. Cecilia nos observaba a los dos llevándose el dedo pulgar a la boca. Esa tarde me hice una paja apenas fui a mear y por la noche me tiré a la de Políticas de espaldas porque su pubis rasurado me la ponía floja. –¿Te llaman Capi solo por el barco? –preguntó Cecilia en el desayuno royendo los huesos de las picotas mientras yo me imaginaba su lengua dando vueltas a mi prepucio. –Me gusta mandar. –A mí también –susurró al pasarme el culo por la bragueta camino de la cubierta. No bajó mi erección hasta que fondeamos en una cala y nos zambullimos de cabeza. Ella vestía un biquini por el que rebosaban sus tetas de plástico y una braguita que recorrí con los dedos al tiempo que su marido practicaba snorkel. “Me salgo, tengo frío”, resolvió, y la seguí como un perro. A la cubierta y a su camarote, donde me colé sin pedir permiso. Solo abrí la boca para meterme sus pezones dentro mientras apretaba las tetas una contra la otra. –¿Así que te gusta mandar? –me retó sacándome la polla del bañador y frotándola sobre sus bragas. –Más, follar. Cecilia era un vicio desparramado sobre el suelo de un velero que yo no pagaría ni en diez vidas juntas. Allí, la espalda húmeda tras el baño y las sortijillas de su pubis entre los labios, lamí ese coño que había visto tantas veces en las revistas de mi padre y gracias a las cuales aprendí el arte de las gayolas. “Métemela, por favor”, insistía obsesionada con agarrarme la polla, pero yo no dejaba de estrujármela con la mano.–¡Ceci, cariño! ¿Dónde andas? –chilló el lerdo desde cubierta.–¡Cambiándome! Ahora subo.Vaya si tuvo que cambiarse, porque reventé sobre su coño peludo, en el vientre, vomité mi esperma encima de su cara mientras ella cerraba los ojos y protestaba. “¿Qué coño haces?”. “Lo que siempre quise, pero mi padre me hubiese matado. Correrme sobre las páginas de sus revistas”. Aunque creo que esto no se lo confesé.