De todos los ingredientes habituales en las tramas de corrupción hay uno al que se sigue sin prestar suficiente atención, tanto desde la perspectiva de su reprobación por la opinión pública, que vuelca su justificada indignación contra los políticos, como de la responsabilidad penal, que en el mejor de los casos se desvía hacia individuos concretos, y es el papel que desempeñan las empresas privadas, colectivo en el que rige una suerte de omertà (ley mafiosa del silencio) porque, en mayor o menor medida, todos están al cabo de la calle de lo que sucede y ninguno lo denuncia.Con el máster sobre los modus operandi de la corrupción que los españoles hemos hecho en los últimos años, ya todos sabemos que uno de sus principios reguladores es que no hay corrupto sin corruptor, pero no deja de sorprender la descarada naturalidad con la que se ofrecen y reciben sobornos cuando se tienen ante los ojos pruebas tan evidentes como las descubiertas por interviú en Gandía.Que un empresario ofrezca “donar” 3.484 euros a un partido para poder cobrar 9.570 de las arcas de un ayuntamiento al que el alcalde de ese partido ha llevado al borde de la quiebra es una corrupción de tomo y lomo, desde el principio hasta el final. Transparencia Internacional advierte que los actos de corrupción lesionan gravemente la Administración pública, pero también subraya que la competencia desleal supone para la actividad empresarial un “perjuicio incalculable”. “Ya ves que hay cosas que no cobra”, escribe la asesora de la alcaldía apremiando aquel concreto pago. Las empresas y los empresarios también se lo tendrían que hacer mirar.
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