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La cotilla independentista

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A Karmele Marchante siempre le ha faltado una patata para el kilo. Hace mucho que no nos cruzamos, pero la conocí a finales de los años 70, cuando yo militaba en la prensa underground y ella ejercía de feminista radical, no tanto a lo Gloria Steinem, sino más bien en una línea similar a la de Valerie Solanas, la loca de nivel cinco que intentó asesinar a Andy Warhol y sobre la que se rodó una película estupenda protagonizada por Lili Taylor. La verdad es que, radicalismos aparte, la recuerdo como una buena chica con la que se podía hablar de casi todo, aunque cuando escribía mutaba en una arpía devota de la castración obligatoria para el macho de la especie y soltaba unas burradas espeluznantes. La cosa tenía un punto a lo Jekyll y Hyde. Tú te leías el manifiesto de turno de Karmele y luego, cuando te la cruzabas, te protegías con las manos los genitales, no te los fuese a cortar allí mismo con unas tijeras melladas, pero no tardabas en comprobar que seguía siendo la misma persona amable y cordial de costumbre. O sea, que en esa época remota había dos Karmeles: la que escribía y la que interactuaba con sus semejantes… Aunque nunca sabré cuál de las dos era la auténtica.
Lamentablemente, hubo un momento en el que ambas coincidieron en el mismo cuerpo y yo estaba al lado para sufrir las consecuencias. Ya he contado esta historia alguna vez, pero me voy a repetir porque la considero muy ilustrativa de lo que podríamos definir como la primera etapa de Karmele (siendo la segunda el chismorreo audiovisual y la tercera, el patriotismo catalán exacerbado). Yo había ido a ver a Paco Ibáñez en un teatro de Barcelona –corrían los tiempos inmediatamente posteriores al punk y no había logrado que me acompañara nadie a ver a ese pedazo de héroe del antifranquismo, cuyas canciones me gustan sinceramente porque, como Vázquez Montalbán, soy un hombre que asume sus contradicciones– y quiso el azar que en la butaca de al lado se sentara Karmele. Nos saludamos cordialmente y nos dispusimos a pasar una velada agradable con el tío Paco, pero yo no había previsto que la loca de los artículos poseyera a la buena chica en plena interpretación de un texto del arcipreste de Hita: en el momento en que Paco llegaba a la expresión “holgar con hembra placentera”, se oyó gritar a Karmele: “¡¡¡Machista!!!”. Tierra, trágame, pensé mientras Paco interrumpía la canción y los rostros del público se clavaban en nosotros dos. Con todo tipo de gestos, sonrisas y muecas, traté de dejar claro que Karmele no estaba conmigo y que, prácticamente, apenas la conocía, pero me temo que no engañé a nadie. “¡¡¡Dogmatista!!!”, clamó Paco con su voz profunda y carajillosa a modo de respuesta para la enajenada. Y prosiguió el concierto, del que me escapé al final a la carrera sin despedirme de Karmele. Si no recuerdo mal,  no he vuelto a verla desde entonces.
Fue ya en la distancia cuando asistí a su primera mutación, la que la llevó de Valerie Solanas a una especie de Hedda Hopper cañí. No entendí nada, evidentemente, pues hasta donde yo sabía, el feminismo y el chismorreo como espectáculo no guardaban mucha relación. Creo que fue entonces cuando empecé a pensar que la pobre Karmele no regía del todo. Mi padre había sido compañero de armas del señor Marchante y me comentó en cierta ocasión que se trataba de un tipo bastante bruto e intolerante al que no costaba mucho imaginar pegando berridos y repartiendo sopapos en su domicilio de Tortosa. Si esa era la visión de mi progenitor –un hombre que, pese a sus muchas virtudes, nunca se distinguió por su amor a la tolerancia ni al sistema democrático, salvo en su versión orgánica, es decir, el franquismo–, deduzco que el tal Marchante debía ser un animal de bellota. Y no descarto que alguna vez se le fuese la mano con la niña y le causara una leve lesión cerebral que, con el paso del tiempo, la llevara siempre en la dirección más absurda; aunque, eso sí, con una entrega y una vehemencia dignas de mejor causa, pues no se le puede negar a Karmele que cuando mete la pata, la mete hasta la ingle.
Karmele no se toma las cosas a la ligera. Cuando era feminista, nos quería cortar el rabo a todos los hombres. Cuando se hundió en el lodazal de la prensa del cuore, llegó hasta el fondo y resurgió cubierta de barro e inmundicias. Y ahora que le ha dado por el independentismo catalán, es de suponer que va a protagonizar unas performances gloriosas. De momento, los de Omnium y la ANC ya la han enviado a algunos mercados frecuentados por la charnegada con vistas a reclutar nuevos adeptos a la causa entre los hasta ahora desafectos. Cierto es que muchas verduleras se han retratado encantadas con ella, pero todo parece indicar que es gracias a su popularidad como tertuliana de Sálvame. Desde el separatismo se la considera un bienvenido refuerzo para Súmate, la asociación de charnegos amaestrados que preside Eduardo Reyes, número seis de la candidatura Junts pel Sí, en la que quien aspira a la presidencia de la Generalitat, Artur Mas, va de número cuatro, parapetado tras las célebres Hermanitas del Prusés (Muriel Casals y Carme Forcadell) y un macho alfa calvorota, excomunista y exparlamentario europeo, famoso por haberse quejado de que unos aviones del ejército español sobrevolaran Gerona, o sea, territorio nacional, sembrando así el estupor en la Eurocámara (Raúl Romeva). Asimismo, a Karmele ya le han caído unas colaboraciones en Catalunya Radio, en el programa de la talibana Silvia Coppulo, a la que solo le falta ir a trabajar envuelta en una estelada.
Lo fascinante de Karmele es que todas sus decisiones están desprovistas de la más mínima lógica, algo que para mí la hace hasta cierto punto entrañable. Puedo entender mínimamente la fase feminista, pues la achaco a un padre bruto e intratable que la llevó tal vez a odiar a todos los hombres (aunque ella asegura haber contraído matrimonio en alguna ocasión). Pasar del feminismo al cotilleo ya no lo acabo de pillar, pero es comprensible que una chica se acabe cansando de odiar a la mitad de la humanidad y opte por maquillarse, frivolizar un poco su existencia, lucir pendientes extravagantes y visitar con cierta frecuencia al cirujano plástico. Y además, la prensa del corazón te permite seguir odiando, insultando y metiendo cizaña por todas partes, pero de forma remunerada, no como cuando te tenías que conformar con liársela parda a un cantautor pelín provecto o firmar manifiestos delirantes con los que nosotros, los machistas, confirmábamos nuestra intuición de que estabas algo majareta.
Lo que ya no entiendo es que, una vez instalada en el confortable mundo madrileño del chismorreo, la bronca, el berrido y el cruce de insultos con Jesús Mariñas –al que Karmele deseó una agradable muerte a causa del sida, superando a Belén Esteban en su inquina, pues ésta se limitó a decirle a Mariñas que cada vez que volvía de Cuba se pasaba dos semanas sin poder sentarse: ¡olé la elegancia y el tronío!–, a esta mujer le haya dado por militar en el soberanismo catalán. No lo entiendo, pero me fascina, que conste. Tal decisión no puede traerle más que problemas en los sitios que la alimentan, donde ya han empezado a meterse con ella por sus desvaríos patrióticos. Karmele aún no se ha tirado del moño con Belén Esteban por un quítame allá esa España, pero es algo que puede acabar pasando. Será un pico de audiencia, no lo dudo, pero la batalla la acabará ganando la princesa del pueblo y a Karmele nos la pondrán en la calle.
No descarto que la última mutación de Karmele sea una patada en el ataúd de su despótico progenitor, un “¡jódete, papá, que ya ves por donde me paso yo la unidad de España!”, pero es una explicación excesivamente psicoanalítica que constituye casi una coartada para todo lo que ha hecho nuestra amiga a lo largo de su vida. Nadie puede ser tan influyente, por bruto que sea. Yo prefiero pensar que esa patata que le falta a Karmele para el kilo la ha sacado ella misma de la cesta para ser única e irrepetible.

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