
Aquí estoy, aguardando para el besamanos en un museo cuyos cuadros no colgaría jamás en mi casa. Echo un vistazo a mi izquierda y compruebo que falta una fila interminable hasta que las autoridades me saluden; a mí, pues soy tan emprendedor como cualquiera de estos que me rodean. El problema es que tengo hambre –siempre me da por comer en los momentos críticos– y ellos seguro que no. Ellos se han criado entre algodones y yo soy un chico de barrio. Si por lo menos hubiera cerca un chiringuito con bocadillos de calamares, pero me da que solo encontraría mejillones y percebes. Estamos en Galicia, es natural.
Llegar hasta este punto no ha sido fácil, no obstante mi olfato emprendedor me permitió ver negocio donde otros solo verían una fruslería. Qué tiempos aquellos en los que cruzaba Madrid subido en mi motocicleta dispuesto a dar servicio a mi clientela yo solito, porque antes que pyme fui autónomo. Un ambicioso empresario que sabía dónde toparme con la mejor demanda. Un negocio obliga a velar tanto por la satisfacción del cliente como por la de la cuenta de resultados, y siempre intuí que los bolsillos desahogados reclamarían más y mejores servicios. En aquella época mi mujer pensaba que seguía buscando trabajo y me despedía con una palmadita.–Chico, no desistas –decía con un beso que sabía mejor que los bocatas de calamares de la Plaza Mayor–. Algún día te llegará la oportunidad. Entonces me mordía la lengua para no decirle que esta vez sí, que después de poner en marcha decenas de ideas –telechurros sin harina, paseadores de viejas, zapateros remendones a domicilio– había dado con la cuadratura del círculo empresarial. Después el éxito nos arrolló de tal manera que ella solo lo disfruta, sin abrir la boca más que para comer caviar. El secreto de mi negocio, además de la imaginación en los servicios, reside en que el gasto en bienes de equipo se amortiza enseguida, además de que las políticas de pronto pago han hecho que nuestro cash-flow sea saludable. Sumado esto a una agresiva campaña de descuentos: los bonos de un 25 por ciento de reducción sobre las tarifas estándares nos generan excelentes resultados. Y hemos ido creciendo: ahora cuento con medio millar de trabajadores a jornada completa y otro tanto vinculados a mi firma mediante contratos parciales nada precarios. Moraleja, soy un lince que ni Amancio Ortega en sus mejores sueños, ya que él ha tardado cuarenta años en edificar un emporio y yo tardo un chasquido en levantar el mío.
Coincido con él en que las mujeres son la clientela más fiel, a pesar de ser desleales por naturaleza. Lo son entre ellas, dentro y fuera de casa, pero si logras dar con el quid de sus necesidades, van a quedarse con tu servicio de por vida. –Perdón –me asalta uno de mis compañeros de fila en este congreso donde participo porque yo lo valgo–, ¿tú y yo hemos coincidido antes? ¿En el Círculo de Empresarios, en el Club Siglo XXI? ¿O quizá en Moncloa, en alguna…?–No, seguro que no –zanjo de plano. Claro que recuerdo su cara, pero él y yo nunca nos hemos visto en esos lugares. Ahora bien… ¿cómo le explico que eso sucedió en la puerta de su casa después de que yo ofreciera a su mujer el servicio que él le escatima?