Yo soñaba. Muchas veces estaba en la cama y, aunque sabía que Andrea no caminaba, escuchaba pasos o sonidos y me decía: ¿Será Andrea, que viene andando y, de repente, me dice: «¡Mamá!»? Porque, como madre, instintivamente, por mucho que quieras aceptar la enfermedad de tu hija, es algo a lo que te niegas. Profundamente. Luego lo aceptas, pones tu vida en orden con respecto a ella, pero también piensas que nunca te va a faltar. Sabía que no tenía una esperanza de vida larga pero, como no se cumplían los plazos que los médicos me ponían cada dos por tres, en esos momentos soñaba con verme viejecita, con Andrea al lado, las dos agarraditas. ¿Y por qué no iba a llegar ella a viejecita?”.
En ocasiones aturdida, todavía indignada por “tener que luchar tanto”, pero siempre rota por el dolor, para Estela Ordóñez asistir a los últimos días de vida de su hija Andrea Lago, fallecida el viernes en el Hospital Clínico del Complejo Universitario de Santiago de Compostela (CHUS), era un “cúmulo de sentimientos” difíciles de expresar.
Así se confesaba a esta revista apenas unas horas después de conocer que, finalmente, el servicio de Pediatría había accedido a retirar la alimentación artificial que mantenía con vida a su hija y sedarla para que muriese dignamente, tal y como ella y Antonio, el padre de la pequeña, solicitaban públicamente.