
Lunes. Un lector de la revista me escribe lleno de remordimientos para contarme la siguiente historia: su padre se enamoró de una muñeca que las Navidades pasadas le trajeron los Reyes Magos a su nieta, una Barbie, vestida de noche, con pamela y medias de rejilla. El anciano estaba delante cuando la niña abrió la caja y sacó el juguete, que no era, según proclamaría más tarde el abuelo, un juguete, sino un objeto de calidades metafísicas. Naturalmente, disimuló su fascinación por la muñeca, pero se pasó el día cerca de la niña para estar cerca también de la Barbie. Cuando volvió a casa (vivía solo desde que unos meses antes se quedara viudo), se sentó a la mesa de la cocina y comprendió que ya no podría vivir sin ella. Lo primero que hizo al día siguiente fue acudir a una juguetería y comprarse una idéntica que se llevó, excitado, a casa. La sacó con cuidado del estuche y la puso delante de sí, recorriendo con la vista sus larguísimas piernas, su busto de mariposa, quizá de libélula, sus labios pintados, su melena, parcialmente oculta por la hermosa pamela. Pero resultó que siendo idéntica a la de la nieta era distinta. Con la de la nieta, por lo visto, había percibido cierta complicidad, como si la muñeca se comunicara misteriosamente con él. Esa misma tarde, fue a la casa de su hijo y de su nuera con la Barbie oculta bajo el abrigo y en un momento de descuido de la niña cambió una muñeca por otra. Por la noche durmió abrazado al juguete y al día siguiente comenzó para él una nueva vida. En una semana, rejuveneció 15 años, todo el mundo se lo decía, pero él ocultaba el secreto, que no era otro que el de las energías que recibía de la muñeca. Entre tanto, de un modo misterioso, la nieta había percibido que su Barbie no era su Barbie. Se lo dijo llorando a sus padres, que no entendieron lo que ocurría. Por no extendernos demasiado, en fin, lo que sucedió fue que el padre de la niña comprendió lo ocurrido al presentarse un día en la casa del abuelo sin avisar. Dice que abrió la puerta de la vivienda con sus llaves, como hacía con frecuencia por si el anciano dormía, y lo descubrió tomando café y charlando animadamente en la cocina con la muñeca. Ató cabos y devolvió cada muñeca a su dueño no sin antes abroncar a su padre, al que amenazó con inhabilitar si seguía haciendo cosas raras. El abuelo murió a los dos meses, de pena, y al hijo, autor de la carta, no le dejan vivir los remordimientos. En cuanto a la Barbie recuperada, envejeció misteriosamente en manos de la niña, como si también ella echara de menos al viejo. Todo es un misterio.
Martes. Otro lector me escribió para contarme que su madre, enfermera, no encuentra la paz desde que la jubilaran anticipadamente hace un año. “Se divorció hace diez años de mi padre”, añadía, “y vive sola; la casa se le cae encima”. Aunque no suelo responder a estas cartas (tampoco entiendo por qué me las envían, pues soy misántropo y odio a la humanidad) le aconsejé que le comprara un perro de compañía. A los pocos días volvió a escribirme para decirme que hizo lo que le recomendé, pero que ni su madre se ha hecho al perro ni el perro a ella. Como no saben qué hacer con el animal, propone que me lo quede yo, que también odio a las mascotas, a menos que sean de sangre fría (iguanas, lagartos, serpientes). Se lo cuento a mi mujer en la comida y dice que por qué no. Le digo que ya tuvimos un perro al que al final sacaba a pasear yo, lo que me originó una tendinitis. El caso, por economizar, es que a los dos días tenemos al perro en casa. Es de mediana altura, negro, con una especie de babero blanco en el pecho y la patas blancas también, como si llevara calcetines. Es precisamente el nombre que le han puesto, Calcetines. Me sigue a todas partes y lo peor es que me comprende como la Barbie de la carta anterior al viejo, o esa es la sugestión que me hago. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, permanece tumbado a mis pies. Cuando dejo de teclear mira hacia arriba, buscando mis ojos, como diciéndome: No te rindas, tú puedes.