
La principal misión de todo ser humano es conservar su puesto de trabajo, si es que lo tiene: en ese sentido, Felipe VI, rey de España, no se diferencia en nada de sus súbditos. Aunque lo suyo, como actual representante de una empresa familiar con mucha solera, pero que nadie sabe muy bien a qué se dedica exactamente, se parece más al destino de un fabricante de polainas que al de un magnate de Silicon Valley. La monarquía, como todos sabemos, es un anacronismo equiparable a las polainas que para no desaparecer necesita aparentar cierta trascendencia y, sobre todo, disfrutar de la tolerancia o el desinterés del populacho, cosas difíciles en general y mucho más en tiempos de crisis, cuando la gente no llega a fin de mes, odia a muerte a sus políticos y muestra cierta tendencia a preguntarse por qué vive tan bien ese señor que les habla por la tele desde un salón en el que cabrían cuatro apartamentos como el suyo. En tiempos de don Juan Carlos I, bastaba con adoptar un perfil bajo, no costar un dinero excesivo al erario público (o aparentarlo), ofrecer un aspecto señorial en los actos oficiales y, puestos a hacer algo, mandar callar a algún tiranuelo sudamericano de aspecto simiesco, pero me temo que hoy día las cosas no son tan sencillas para el Borbón al cargo: no hay más que ver cómo se han puesto las fuerzas progresistas de este bendito país tras su monólogo navideño; por no hablar de los nacionalistas, que siempre encuentran al rey excesivamente unionista (supongo que también les parecerá que el Papa sobreactúa en su catolicismo).
Si la monarquía, ese anacronismo, se mantiene en España es gracias, en gran parte, al natural fatalismo de sus habitantes: salvo excepciones –algunas almas puras creen que basta con implantar la república y adoptar la bandera tricolor para que imperen aquí la felicidad, el bien y la justicia social–, a casi todo el mundo se la pela vivir en un régimen monárquico o en uno republicano. Temen muchos que el remedio pueda ser peor que la enfermedad y abundan los partidarios de no arreglar nada que no se haya roto previamente. El problema es que la institución no está rota, pero sí algo abollada. Entre su padre, su hermana y su cuñado, al pobre don Felipe le han dejado la corona hecha unos zorros, y si no se han llevado la monarquía por delante es por una mezcla del fatalismo nacional ya citado, la urgencia de asuntos más relevantes y la actitud del heredero, que se ha propuesto muy seriamente conservar su puesto de trabajo, asegurar el de su descendencia y sacar brillo (o intentarlo) a la empresa familiar, aunque el producto que ésta ofrezca tenga tanto interés para la sociedad como las extintas polainas.
Solo es una intuición, pero adivino la mano de doña Sofía entre bambalinas, pues no en vano ha sido siempre la guardiana de las esencias: como ya la echaron con cajas destempladas de su propio país, no está dispuesta a que le suceda lo mismo en el de adopción. De ahí esa actitud de permanente dignidad mientras el marido se iba a cazar elefantes o se liaba con alguna lagarta de clase alta deseosa de sacarse un dinerito extra gracias a los Borbones, el yerno confundía el concepto de emprendedor con el de ladrón de guante blanco bajo la mirada ausente (o comprensiva) del cazador de elefantes, y la hija, en vez de pedir el divorcio a las primeras de cambio, permitía, por activa o por pasiva, que su Iñaki se consagrara al trapicheo de altos vuelos. Entre todos, le han dejado una herencia envenenada al actual monarca, que se las ve y se las desea para convencer al pueblo de que es un buen chico, honrado a carta cabal y demócrata a más no poder, que solo quiere lo mejor para sus compatriotas.
Hay que reconocer que el hombre se está esforzando, aunque Jaime Peñafiel aún no le haya perdonado que hiciese reina de España a una divorciada. La situación de la monarquía sería aún más peliaguda si siguiera al frente aquel señor mayor y algo metepatas sobre el que, para acabarlo de arreglar, penden sospechas de un discutible y alargado enriquecimiento durante sus años de esplendor. Si alguien puede convencernos de que el anacronismo que representa es de alguna utilidad, ése es el ciudadano Felipe VI, como le llamó no hace mucho uno de Izquierda Unida. Cuenta, además, con la ayuda valiosísima de la clase política española, que aparta de él el foco del odio sarraceno que los españoles suelen sentir hacia quien les gobierna o aspira a hacerlo. La posibilidad de cargarse la monarquía para que la república la presida alguien como Mariano Rajoy, Pedro Sánchez o Pablo Iglesias pone los pelos de punta a cualquiera, por lo que su majestad hará bien en seguir el camino elegido: lucir un perfil bajo, pasar desapercibido, sonreír mucho, adoptar una actitud optimista, insistir en que juntos nos irá mejor que separados y, sobre todo, nada de escándalos: ni amantes, ni cacerías ni negocios chungos. El sueldo le da para vivir con comodidad, pero debe evitar dar la impresión de que lo hace a cuerpo de rey, aunque así sea. En ese sentido, y con todo el cariño y el respeto del mundo, desde aquí le digo que se olvide del suntuoso salón de este año para el discurso de la próxima navidad: hay que volver urgentemente al silloncito que usaba papá y decirle al equipo de TVE que se deje el gran angular en casa, pues de lo que se trata es de aparentar que el rey vive en un pisito de lo más normal y discreto, como cualquier otro español de clase media. Los retratos de la familia (sin los miembros caídos en desgracia, claro está) y un sencillo pesebre completan a la perfección el entorno.
No es fácil conservar un trabajo que ni tú mismo sabes muy bien para qué sirve, pero tampoco es probable que te amplíen las atribuciones. A lo mejor estaría bien que así fuera, no digo que no, y que pudieras hablar de tú a tú con los políticos, echar tu cuarto a espadas y tratar de contribuir a la concordia nacional, pero esa entelequia llamada monarquía parlamentaria no va por ahí. Reinas, pero no gobiernas, y casi todo el mundo –salvo los monárquicos, que son aún más ridículos que los forofos de la república– se conforma con que interpretes bien tu papel, no cometas ningún estropicio irreparable (¡piensa en tu pobre madre, Felipe, que ya no tiene edad para que la vuelvan a desahuciar!) y no te hagas notar mucho.No digo que sea un trabajo muy estimulante, pero peor es irse al exilio, como bien sabe el tío Constantino.