
Hay una secuencia de La pelota vasca, de Julio Medem, que se me ha quedado grabada. Probablemente, la única de ese documental concebido desde el catecismo del buen progre en el que se retuerce convenientemente la realidad para aspirar a una ecuanimidad imposible y vagamente cobarde. La protagoniza Arnaldo Otegi, sentado en una silla sobre un verde prado y con unas bonitas montañas al fondo. Para que comprobemos la profundidad de su discurso político, el señor Otegi nos informa de la pena que le dan esos críos vascos que se pasan el día enganchados al ordenador, cuando deberían estar triscando por el monte y festejar permanentemente la suerte que han tenido de nacer en un sitio tan maravilloso como Euskadi. No dice nada de organizar excursiones obligatorias de tiernos infantes, tras destruirles el ordenador a golpes de bate de béisbol, pero no hay que descartar que esa idea le baile por la cabeza. Y esos comentarios, propios de un viejo imbécil que ni entiende ni le gusta la evolución del mundo, provienen del que se supone que es el principal referente de la izquierda abertzale, lo cual te lleva a recordar una vez más aquella película de los hermanos Marx en la que Groucho, señalando a Harpo, le dice a un tercero: “Este es el cerebro de la organización, lo cual le dará una idea de cómo funciona la organización”.
De repente, con unas pocas palabras, el sujeto que yo consideraba funesto y malintencionado se revelaba como un simplón sin paliativos o un patriota sin fisuras, que viene a ser lo mismo. Era evidente que no se había parado a pensar en las tonterías que estaba diciendo, de la misma manera que nunca ha reflexionado sobre las tonterías que ha hecho, tanto en su época de político como de terrorista. Y estoy convencido de que habrá salido de la cárcel como entró, imbuido de su importancia y creyéndose un estadista de campanillas que se ha pasado unos años secuestrado por el malvado Estado español. Genéticamente renuente al funesto vicio de pensar, no le habrá pasado como a su excompadre de ETA Urrusolo Sistiaga, quien, después de matar a Dios y a su madre, recuperó la cordura, pidió disculpas a las víctimas y cayó en desgracia en su entorno, donde se le considera un traidor. Su vida debe de ser un infierno y nadie en su sano juicio querría estar en sus zapatos: la lucidez nunca ha hecho feliz a nadie, y en el caso de Urrusolo debe de ejercer un efecto letal, pues te hace ver que has echado tu vida a los cerdos y has acabado con la de muchas otras personas que no te habían hecho nada. Hace falta valor para vivir los años que le quedan, aunque eso es lo que tiene usar la cabeza para algo más que como contrapeso del culo, que es lo que hace Otegi. Pero a este le esperan sus seguidores para adorarle –simplemente porque tiene el cerebro por estrenar–, mientras que al otro se le desprecia por haberse convertido, más vale tarde que nunca, en un ser humano.
Mientras ha estado en el trullo, Otegi ha dejado de ser un político y hasta un terrorista para convertirse en una leyenda. Sus forofos, en un acto de cinismo, de estupidez o de una mezcla de ambas cosas, le han convertido en un pacifista, en una síntesis de Gandhi y Mandela, en la gran esperanza del País Vasco. A nadie le importa que jamás condenara un solo crimen de ETA. O que a los 17 años secuestrara a Javier Rupérez a punta de pistola. O que optara por ETA militar cuando la escisión. En España hay dos baremos para la memoria histórica: lo que ocurrió durante la guerra civil y la posguerra debe estarse analizando hasta el fin de los días, pero los treinta años de atrocidades de ETA, al parecer, hay que olvidarlos cuanto antes. No diré que ese conato de amnesia no sea comprensible, pues todo lo sucedido traza un retrato muy deprimente de toda una comunidad –los que bendecían los crímenes, los que miraban para otro lado, los que, como el PNV, se beneficiaban de la situación–, pero también a los curas pedófilos les molesta que les recuerden sus manoseos de hace años y no por eso se los pensamos perdonar.
En ese País Vasco voluntariamente amnésico, a Arnaldo Otegi se le reserva un papel protagonista y se le jalea dentro y fuera de su territorio natural. Desde Cataluña enviamos hace poco al penal de Logroño a dos de nuestros cerebros más privilegiados, Joan Tardà, de ERC, y David Fernández, de la CUP, que se deshicieron en elogios hacia el ilustre presidiario, al que ya ven de lendakari y, como tal, socio preferido de sus propios delirios étnicos. Estas dos lumbreras no es que no conozcan la carrera criminal del señor Otegi, sino que les da absolutamente igual y hasta la comprenden y disculpan porque la culpa de todo, como siempre, la tiene España, que vive en una continuación del franquismo con otro nombre, como todos sabemos. A fin de cuentas, el odio también sirve para creer lo que quieres creer: yo aún me acuerdo del demente de Xirinachs diciendo, tras la salvajada de Hipercor, que la culpa la tenía la policía por no haber atendido como debía los avisos de ETA. No hay como el fanatismo y el odio compartido para unir a según qué personajes.
También en la prensa van saliendo cada vez más artículos en los que el ecuánime escriba de turno defiende la vertiente pacifista de Otegi, que muchos no vemos por ninguna parte, mientras denuncia veladamente el supuesto ánimo vengativo de la justicia española. Y así se va fabricando un personaje falso en el que muchos quieren creer y que se supone que traerá la paz definitiva a Euskadi. También se supone que este gran pacifista acabó con ETA, cuando lo que ocurrió fue que la cosa ya no daba más de sí y el señor Otegi, sin incómodos arrepentimientos a lo Urrusolo, que solo traen problemas, optó exclusivamente por la política. Lo hizo por puro posibilismo, porque lo de matar gente –hay que ver lo tiquismiquis que se estaban poniendo los patriotas vascos, probablemente a causa de pasar demasiado tiempo frente al ordenador– ya no obtenía los resultados de antes, pero sin asomo de autocrítica: para cada época, la actuación correspondiente.
Mientras Otegi es recibido como un héroe secuestrado por los malos, algo me dice que en Urrusolo Sistiaga no se va a fijar nadie, como no sea para increparle. Es un personaje dos veces trágico –primero hizo daño a los demás y luego se lo hizo a sí mismo al ponerse a pensar–, pero yo diría que más interesante que el monolítico Otegi, poco más que un fanático y un zoquete. Por si acaso, queridos niños vascos, no hagáis mucho ruido al teclear.