
Lunes. Una alumna del taller de escritura ha escrito un texto que comienza así: “Ser princesa es una mierda”. Le pregunto si lo dice por experiencia propia y responde que sí, que durante su infancia leyó muchos cuentos de princesas con las que se identificó hasta el tuétano y que toda la familia la llamaba princesa.
–Pero eras una princesa falsa –le digo.
–Para mí –arguye– era de verdad.
–¿Y en qué momento alcanzaste la conclusión de que eso era una mierda?
Raquel, que tal es su nombre, se queda pensativa y finalmente confiesa que lo que en realidad le pareció una mierda fue el descubrimiento de que su identidad de princesa era falsa. Parece una diferencia de matiz, pero es muy importante. Una cosa es odiar la tele por su maldad intrínseca y otra por no salir en ella. El resto del texto, al partir de una premisa falsa, carece de interés y así se lo decimos a la alumna, invitándola a que lo reescriba desde la perspectiva del rencor de clase.
Martes. Estaba dando mi paseo matinal, cuando descubrí, en un banco del parque, a una pareja que compartía un cigarrillo. Me recordaron a los protagonistas de House of Cards, que también se fuman a medias uno de vez en cuando, asomados a una ventana que da a un patio interior. El humo une.
Miércoles. Sueño que Isabel Preysler monta una escuela de escritura creativa a la que acudo como alumno. En la primera clase nos aconseja que solo escribamos de aquello que nos resulte próximo. En el sueño, pienso en cosas que me resultan próximas, pero hasta las más cercanas físicamente me resultan lejanas desde el punto de vista de la conciencia. Recuerdo, por ejemplo, una sartén pequeña, que solo utilizo para freír huevos, y que identifico como un objeto amenazador. Tiene el tamaño justo para atizar un buen golpe en la cabeza de cualquiera y desnucarle. Veo la coronilla del alumno que tengo delante y me imagino dándole con la sartén. En ese instante, el alumno se vuelve y me mira interrogativamente, como si hubiera percibido algo. Entonces, Isabel Preysler se dirige a mí para preguntarme si se me ha ocurrido algún asunto próximo. Le digo que sí, que voy a escribir un cuento sobre la sartén en la que frío los huevos y se echa a reír provocando la risa del resto de los alumnos. En esto, me despierto y miro el reloj. Son las cuatro de la mañana. Intento dormir de nuevo, pero solo soy capaz de pensar obsesivamente en la sartén. Al rato, me levanto y voy a buscarla a la cocina. He decidido describirla con todo lujo de detalles, igual que la pintaría Antonio López. Pero no la encuentro. Por la mañana, le pregunto a mi mujer y dice que la ha tirado hace unos días porque estaba muy vieja.
–¿Para qué la querías? –dice.
–Para llevarla al taller de escritura –miento–. Quería que la observaran, fuera de su contexto, todos los alumnos, a ver qué se les ocurría.
–Llévales la olla exprés –dice ella con gesto de paciencia.
Jueves. Me llevo la olla exprés al taller de escritura y la coloco sobre la mesa. Los alumnos la miran y luego me miran a mí. Pero ninguno se atreve a decir nada. Les explico, como Isabel Preysler en el sueño, que deben escribir de lo que saben.
–Pues tú siempre has defendido que hay que escribir de lo que no se sabe –dice Jesús.
Lleva razón, pero de vez en cuando me gusta contradecirme. Le doy la olla exprés al que tengo más cerca y les pido que se la vayan pasando después de haberla observado cada uno atentamente. Se trata de una olla más alta que ancha, de un solo mango, en cuyo interior puedes perderte. Observo que los alumnos la abren y se pierden. La experiencia, que al principio les produjo risa, los va poniendo serios. Algunos introducen la mano y dan la impresión de tocar algo que les provoca asco. Cuando me la devuelven, miro adentro y resulta que hay un calcetín verde que no tengo ni idea de cómo ha llegado hasta allí.
Cuando mi mujer me ve regresar con la olla, me pregunta que qué tal y le digo que bien. La dejo en su sitio, con el calcetín verde dentro. ¿De ocurrir todo esto dentro del sueño en el que ella impartía el taller, qué habría dicho Isabel Preysler?